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Columna
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El teatrillo nuclear

Jesús Mota

El presidente Rodríguez Zapatero tiene como marca comercial política una irresistible tendencia a mantener abiertos conflictos artificiales que, como parecen innecesarios, se convierten en un enigma para el común de los ciudadanos. Entre los varios ejemplos que pueden espigarse, el más intrigante es el de la despectiva actitud del jefe del Ejecutivo hacia la energía nuclear. La tensión política sobre el particular salta entre dos posiciones. Por un lado, las abiertas declaraciones del propio presidente contrarias a la energía nuclear y su sugerencia de que se pondrá en marcha un plan para desmantelar el parque nuclear español. Este hilo político viene avalado por el imaginario de los grupos ecologistas -entusiastas de las energías limpias, como la eólica o la solar- y sostenido esforzadamente por los altos cargos del Ministerio de Medio Ambiente, quizá más por fidelidad acrítica a los mensajes del presidente que por convicciones personales o profesionales. El segundo cabo, que tiene la terminal más activa en el Ministerio de Industria, es el de quienes sostienen que la producción eléctrica nuclear es irrenunciable por razones económicas e industriales. Comparten trinchera con los dispuestos a cumplir con el protocolo de Kioto a fuerza de kilovatios nucleares.

Lo más seguro para apuntalar el suministro eléctrico y lo más barato para los consumidores sería prolongar la vida útil de las nucleares

Casi todos los debates políticos o económicos que se suscitan en España nacen más desenfocados que el personaje que interpretaba Robin Williams en Desmontando a Harry, de Woody Allen. No es de extrañar que la mayoría de ellos se disipe en la inanidad o en la pelea tabernaria. En una discusión racional, la producción nuclear cobrará ventaja no porque sea más limpia, más sucia o más resplandeciente, sino porque en el cálculo de la estructura de generación eléctrica el coste del kilovatio atómico es competitivo con el producido a partir de petróleo, carbón y ciclos combinados. España vive hoy una moratoria nuclear por la bien sencilla razón de que a principios de los noventa el precio del petróleo (por los suelos) y los costes financieros, con tipos de interés por encima del 15%, destruyeron la rentabilidad de la nueva generación nuclear. Sólo pudieron salvarse las centrales en fase de amortización avanzada.

La insistencia de Moncloa en mantener la ficción de que es posible sustituir la producción eléctrica nuclear por otra de producción ecológica (eólica, solar, etcétera) se explica por el deseo de no alborotar a los votantes ecologistas, estén organizados o no. En beneficio del presidente del Gobierno, hay que dar por supuesto que es una táctica política, porque cualquiera que haya leído un par de informes sobre la estructura energética española sabe que esa sustitución es inverosímil. Primero, por razones de precio final para los consumidores, y después, por dificultades de gestión. La potencia eólica instalada es inmanejable -indespachable, dicen ahora los ingenieros más puestos-, pura epilepsia; un día puede generar hasta 8.000 megavatios si hay viento, y al siguiente, la calma chicha, puede caer a 100 megavatios.

Pero las funciones del teatrillo que entretiene al mismo tiempo a la opinión pública y a los antinucleares tienen fecha de caducidad: no podrán representarse con éxito a partir de la próxima legislatura, gobierne el PSOE o el PP. Porque entonces ya se conocerá el informe -no vinculante, por supuesto- de la Comisión de Expertos sobre las perspectivas energéticas hasta 2030, que confirmará que la presunta sustitución es ridícula y porque las decisiones sobre producción en el mercado energético tienen que tomarse con antelación. El Gobierno tendrá que decidir. En ese momento es cuando probablemente quedará demostrado con números que la electricidad producida por las plantas nucleares en funcionamiento es muy barata -ya están amortizadas- y, por tanto, el cierre de dichas plantas sería una mala idea; y que, por el contrario, lo más seguro para apuntalar el suministro eléctrico y lo más barato para los consumidores sería prolongar su vida útil.

Ése sería el punto de partida más razonable para organizar en España la producción de energía durante los próximos 25 años. Si, además, un gobierno futuro desea promover una ampliación del parque nuclear, hará bien en tener en cuenta dos condiciones: la solvencia técnica, la independencia y la capacidad de actuación del Consejo de Seguridad tienen que estar garantizadas por encima de cualquier otra consideración; ninguna empresa o constelación de empresas construirá una central si no se despejan los riesgos regulatorios. Pero ésta ya es otra controversia.

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