Amor loco
EL OTRO DÍA fui al cine y sentí vergüenza. Hay muchas formas de sentir vergüenza. Ocurre más a menudo en el teatro, que es un arte que no admite los términos medios: o lo encuentras sublime, o te gustaría salir corriendo. También ocurre que, siendo embarazosa la obra, los espectadores disfruten como conejos. Aun así, confieso que tengo cierto estómago para admitir lo hortera o lo solemne, que puede ser más insoportable que lo hortera, por sus pretensiones de profundidad; pero aquello que definitivamente me cuesta digerir es la risa ante la desgracia humana. En Nueva York se está proyectando un documental, Crazy love, que está teniendo tanto éxito como cualquier película de ficción. Los cines se llenan para ver la historia de dos viejos frikies, Burt y Linda, de los que hace unos días ya habló en este periódico Bárbara Celis. Y es que la exhibición, nunca mejor dicho, de este amor loco está siendo un acontecimiento. La historia viene de largo. Linda, una bellísima muchacha del Bronx, tenía 22 años cuando Burt, un abogado que había hecho dinero bordeando siempre los límites de la legalidad, la conoció en la calle. Burt decidió unilateralmente que aquella chica sería suya o para nadie, y empezó a cortejarla. La llevaba en su avioneta privada; la sacaba a los night clubs; la impresionaba haciendo que la orquesta tocara Linda, una canción de la época que estaba entonces muy de moda, cada vez que ella entraba. Una escena que recuerda sorprendentemente a Uno de los nuestros, de Scorsese. Burt quería consumar sus relaciones sexuales con la chica, pero ella, una buena chica judía, aunque exhibía escote y cierta coquetería picante, tenía claro que sólo le concedería la virginidad tras el matrimonio. Pero el sueño de Linda resultó imposible: descubrió que Burt estaba casado y tenía una niña con retraso mental. La legítima llamó a Linda y le dijo que nunca les concedería el divorcio. Una situación legal que aún colea en el Estado de Nueva York, donde todavía hoy no existen los divorcios por mutuo acuerdo, anomalía que permite a los abogados obtener pingües beneficios de procesos de separación que se dilatan años. El caso es que Linda decidió abandonar a Burt y buscarse otro novio, y Burt hizo lo que haría un abogado con alma de delincuente: contratar a un matón para que fuera a casa de Linda y le arrojara lejía a los ojos. Linda quedó ciega. La historia está documentadísima: por un lado, porque salió en todos los periódicos; por otro, porque los protagonistas han tenido siempre tendencia al exhibicionismo. Mientras la pobre Linda lucía su esplendorosa juventud escondiendo sus ojos sin vida tras unas gafas chic, Burt pasaba sus días de condena en Attica y en Sing Sing. Desde allí, nuestro hombre empezó a practicar el histórico género literario cartas desde la cárcel con una retórica sentimentaloide. En las cartas le pedía a Linda que se casara con él cuando saliera a la calle. Y lo que parecía imposible sucedió. Habían pasado los años, y Linda, ya totalmente ciega, sin un duro, con pocas posibilidades de trabajo y con un noviazgo que se frustró al descubrir sus ojos deformados, decidió darle el sí a su agresor. Las amigas de Linda, que aparecen en el documental, se echaron las manos a la cabeza. Burt pidió en matrimonio a Linda desde un programa de televisión, y el acontecimiento fue recogido por la prensa y por películas caseras. La vejez y el claro trastorno mental han convertido a Linda y a Burt en los dos fenómenos de feria que aparecen en la película. Burt, el psicópata (así lo califica un psiquiatra), que se jacta de haberse salido con la suya aunque arruinara la vida de la mujer que deseaba; Linda, la víctima, la mujer que es capaz de convivir con el rencor que evidentemente siente hacia él y con un sentimiento que ella llama amor. Dos seres estrafalarios que recuerdan a tantos otros seres que una ve a diario por las calles neoyorquinas, gente medio disfrazada que habla a voces, que cuenta su vida a cualquiera. Esta cronista quisiera ser invisible, y seguirlos hasta sus casas, y saber algo de su intimidad. Pero es una curiosidad que parte de un convencimiento: el loco no está tan lejos de nosotros, un día tú también puedes volverte loco. Pero Dan Klores, el tío que ha hecho el documental, incide cruelmente en la parte grotesca de la historia. Gracias al montaje musical y a la edición de los testimonios, todo parece un gran chiste, incluso cuando esa pobre ciega, Linda, tras unas gafas estrambóticas, dice: "Mi venganza es que él tiene que cargar conmigo, con este material de desecho, para toda la vida". Hay que reconocer que estos personajes extraídos de un Shakespeare barato tienen el don de poder contar su historia sin pudor y con sarcasmo, pero eso es precisamente lo que debería provocar respeto. La respuesta del público era otra bien distinta: esos seres que me rodeaban en el cine engullendo patatas y refrescos se reían a carcajadas de cada frase de esos desgraciados, con la misma actitud con que el espectador decimonónico veía a la mujer barbuda, al hombre de dos cabezas o a la niña salvaje. Ese público americano que tanto se cohíbe ante una escena sexual o que se inquieta si a un niño se le ve la raja del culito en el anuncio, es capaz de mofarse de dos enfermos cuya historia debiera ser estudiada más desde un punto de vista psiquiátrico que humorístico. Es la invasión del documental chistoso. Me gustaría ver qué sucede cuando el documental se estrene en España. Quisiera descubrir que, a pesar de la pedagogía machacona de una televisión que se alimenta de frikies, aún somos capaces de sentir compasión ante una desgraciada que perdió los ojos por eso que antes se llamaba "crimen pasional", un término que provocaba cierta simpatía. Hacia el agresor, claro.
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