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Columna
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La muerte tenía un valor

Quién le pone precio a la muerte. Quién la cataloga, le asigna un valor de mercado y le cuelga una etiqueta al cadáver. Juan Urbano se hizo todas esas preguntas después de haberse mojado de la cabeza a los pies en el río de tinta que los periódicos le dedicaban al regreso de ETA a sus pistolas y nada más llegar, cuarenta páginas más tarde, a la noticia de que otro trabajador había muerto en un accidente laboral, en un polígono de las afueras de Madrid. Por desgracia, la modesta crónica de ese suceso era una noticia, pero no una novedad, porque se trataba sólo de la víctima nueva de un viejo drama, ni más ni menos que la número 54 en lo que va de 2007... ¿Qué pasaría si a ese medio centenar largo de personas las hubiera asesinado una banda terrorista? El ruido de sus cuerpos al caer a tierra hubiese dado lugar a un terremoto político y habría llenado el Parlamento de discursos amarillos y la prensa de titulares negros al rojo vivo. "Cuando la muerte iguala las fortunas, las pompas fúnebres no deberían diferenciarlas", escribió Montesquieu, pero es evidente que no se le hace mucho caso. Tal vez será porque, en el fondo, con los difuntos pasa igual que con los vivos y todo depende del número de altavoces que se le ponga a cada cosa, de las ventajas publicitarias que se le puedan sacar o del modo en que ciertos políticos quieran llegar a la cumbre inventando una montaña con la misma arena que las palas sacan a la superficie al cavar las sepulturas. "Ya ves tú, a nosotros van a venir a explicarnos cómo crecen algunos a base de subirse encima de los muertos", se dijo Juan, sintiendo un sabor amargo en la boca.

Desgraciadamente, los muertos también se agrupan por categorías, según los beneficios que le puedan reportar a determinados vivos que, en los peores casos, se comportan como Fidel Castro cuando, para demostrarle al mundo que Estados Unidos había financiado el intento de invasión de Cuba y que sus soldados por lo civil y por lo militar habían participado en él, amenazaba con poner sobre las mesas de la ONU el cadáver de un oficial norteamericano abatido durante los combates en la isla. Pero el problema de las muertes en el tajo es que, por lo visto, no producen demasiado interés social, ni siquiera durante las campañas electorales, que es cuando la mayor parte de las cosas cambia de tamaño, hasta el punto de que cuando algún gobernante o candidato hace una promesa relacionada con ese asunto, como la que hizo la presidenta de la Comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre, comprometiéndose a hacer públicos los nombres de las empresas que incumplían las normas de seguridad obligatorias, esas promesas pronto se evaporan, se barren bajo las banderas o unos y otros negocian su olvido. A Juan le dio miedo y asco preguntarse si la humildad de las víctimas sería la razón de la poca importancia que se le da a su muerte. ¿Acaso es que importan menos por ser simples obreros, y en muchos casos inmigrantes, como el del hombre número 54, el fallecido en el polígono de Torrejón de la Calzada, que deja mujer y un hijo a este lado del más allá, como tantos caídos en un atentado?

Comisiones Obreras presentó ayer mismo un estudio sobre la siniestralidad laboral en Madrid entre 1999 y 2005 que evidencia que en ese drama no se ha avanzado un centímetro: el número de damnificados no desciende, se mantiene prácticamente en el mismo sitio. Sin duda eso supone un fracaso de la ley de prevención de riesgos y debería dar lugar a una política más eficaz y menos demagógica que no diera la impresión de que las muertes en el trabajo no interesan porque un obrero se sustituye con otro y lo que importa es que las empresas sigan adelante. A veces, como en el caso de Torrejón de la Calzada, se culpa rápidamente al muerto: dicen que tenía los arneses de seguridad en su furgoneta, que se subió al andamio sin ponérselos porque quiso... Igual es que alguien debería vigilar a sus empleados para asegurarse de que no se juegan la vida, como sin duda vigilan que cumplan sus turnos, lleguen a su hora y demás. ¿A alguien se le ocurriría el disparate de culpar a una víctima del terrorismo de no haber tomado las precauciones necesarias para no ser asesinado? Claro, es que algunos muertos no son como todos, pensó Juan Urbano, pero por qué.

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