_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Derechos

A vuelo de pájaro un campo de trigo comienza a asemejarse sorprendentemente a un edredón parcheado y no parece posible diferenciar la sombra de un olivo de un mechón de pelusa. Si un cóndor sobrevuela un periódico y lee que un individuo ha violado en Puerto Real a una chica de 14 años previa anuencia de la madre de la víctima, el cerebro del ave se verá rápidamente saturada de una colección incómoda de lugares comunes y de frases hechas y aparecerán entre sus neuronas (esto es una fábula) expresiones bien conocidas como protección del menor, violencia machista, asuntos sociales y otras. Pero al regresar a tierra y mirar el periódico dos veces la violación de la niña no resulta tan obvia y sólo con dificultad se pliega a los esquemas simplificados gracias a los cuales logramos orientarnos en el mundo de cada día. Resulta que, por extraño y bárbaro que suene en nuestros oídos, la niña ultrajada y su verdugo eran marido y mujer, que una ceremonia de enlace había tenido lugar entre ambos en Mauritania y que el agresor había abonado a la familia de ella, en calidad de dote, un capital que les había permitido esquivar la miseria. Por mucho que se le aproxime geográficamente, la provincia de Cádiz no es África y un matrimonio entre tales contrayentes carece de validez en nuestro país, así que el esposo ha sido acusado formalmente de vejación sexual y se verá obligado a pasar algunos meses a la sombra que quizá contribuyan a enfriar sus ardores.

Creo que cualquier persona cabal aplaudirá la actuación de las autoridades y coincidirá conmigo en que el Estado es responsable de la integridad de aquellos que no pueden defenderse por sí mismos, sin distinción de cultura, credo ni de las ropas que vista: las costumbres extranjeras no disculpan de la obediencia a la ley. Aquí el reparto de papeles entre héroes y villanos parece transparente y no suscita, en principio, mayores ambigüedades. Pero en un país cuya población inmigrante crece a ritmo exponencial y cuyas normas de convivencia han de enfrentarse continuamente a situaciones que no conocía hasta el momento, la situación no siempre ofrece la misma evidencia. Me pregunto: igual que evitamos que una niña sea forzada en cumplimiento de una ceremonia extraña a nuestra cultura porque consideramos que dicha práctica vulnera los más elementales derechos debidos a la persona, ¿permitiremos que las mujeres ensucien su dignidad debajo de un velo o que un padre niegue atención médica a su hija por imperativo religioso? ¿Cuentan con autoridad las leyes de la ciudad para imponerse sobre las de la jungla?

La de Occidente es una cultura a la que avala un largo y sangriento aprendizaje en el arte de tener razón. Durante siglos llenos de hogueras, nuestros abuelos dictaminaron en las universidades y los claustros qué diferenciaba a un hombre de aquel otro ser que sólo se le asemejaba imperfectamente y dedicaron todo el celo de la espada y el catecismo a convertir a los simios de las selvas en respetables vecinos de barrio residencial. En una fecha tan poco distante de nosotros como mediados del siglo XIX, el antropólogo Lewis Henry Morgan aún argüía que un aborigen de Borneo es tan inocente y estúpido como un niño y que había que inculcarle los valores burgueses con una fusta en el puño. Vivimos en un mundo dotado de una enfadosa bicefalia: de un lado se proclama la universalidad de los Derechos Humanos y de otro se exige el respeto a las culturas marginales; pretendemos garantizar la libertad de rituales y creencias y al mismo tiempo proteger al individuo de la superstición, la tiranía, la arbitrariedad de quienes le educan. Lo único que se me ocurre avanzar es que es estruendo que produce este titular de periódico también es relativo y que el hecho que denuncia no despertaría ningún resquemor tan sólo a unos centenares de kilómetros al sur de donde ha tenido lugar: en Mauritania, patria de la víctima, son violadas diariamente montones de niñas como ella sin que la prensa arquee una ceja. Imposible evitar una sospecha: la de que los Derechos Humanos no constituyen más que otro mito tribal, uno que aspira tontamente a poner de acuerdo a una comunidad de hombres con los oídos llenos de arena.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_