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Columna
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Inversiones responsables

Por mucho que disguste a los economistas más radicales del ala neoliberal, firmes partidarios como se sabe de la tesis clásica según la cual el éxito de las empresas se mide exclusivamente por el margen de beneficios que éstas logran para sus accionistas, sin entrar en demasiados detalles sobre la forma de obtenerlos (que no sean los estrictamente derivados del cumplimiento de la legislación vigente), vamos a asistir en los próximos años a una carrera imparable hacia un tipo de organización bastante más comprometida con objetivos de interés general, y al mismo tiempo mucho más dispuesta a dar cuenta de sus acciones a todos aquellos grupos humanos afectados de algún modo por sus decisiones.

Al margen de opiniones más o menos doctrinarias, es indudable que estamos en los albores de una nueva visión de la empresa marcada por la incorporación al núcleo duro de su estrategia de asuntos tales como el respeto al medio ambiente, la calidad en el empleo, la seguridad y utilidad social de los productos, o la integración de colectivos con especiales dificultades (además de la necesaria rentabilidad económica). Y todo ello, en el marco de una gestión contable y financiera transparente, ligada a las normas de buen gobierno emanadas de las instituciones reguladoras competentes.

Y esto va a ser así, no porque una ley les obligue, como en el fondo desearían algunos para justificar sus inflamadas proclamas contra el intervencionismo, sino porque el mercado mismo lo va a exigir. Quizá todavía sea pronto para que el fenómeno se perciba con claridad, pero, tanto en el terreno del consumo, como en el ámbito financiero, existen ya movimientos significativos en la dirección de considerar como un valor positivo a la hora de comprar un producto, o de adquirir una participación en una empresa, el hecho de que ésta se implique fehacientemente en el desarrollo sostenible de los territorios en los que ejerce su actividad.

Dichos movimientos han comenzado ya, con especial intensidad, de la mano de las inversiones provenientes de los grandes fondos de pensiones gubernamentales o sindicales (sobre todo en los países del norte de Europa) los cuales muestran ya abiertamente sus preferencias por aquellas empresas que son consideradas responsables, de acuerdo con los indicadores aceptados internacionalmente. Preferencias que están teniendo un notable impacto en el comportamiento de algunas de las multinacionales más reconocidas.

Lamentablemente, en España, los fondos de inversión socialmente responsables tienen todavía un carácter marginal en el panorama financiero (no alcanzan siquiera el 0,5% del total), frente a participaciones que llegan hasta el 30% en algunos países europeos (como es el caso del Reino Unido). Sin embargo, resulta inevitable que con el paso del tiempo estas prácticas se extiendan como una mancha de aceite a la hora de decidir la compra de paquetes accionariales, con criterios que vayan más allá de los meramente financieros y de corto plazo que han imperado hasta años muy recientes.

En nuestro caso, la inminente reforma del Fondo de Reserva de la Seguridad Social que prepara el Gobierno, abrirá la posibilidad de colocar al menos una parte de los 40.000 millones de euros disponibles, hasta ahora invertidos exclusivamente en deuda pública, en acciones de empresas socialmente responsables. Y es muy probable que, cada vez más, los fondos privados sigan sus pasos.

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Por el lado del consumo responsable la situación es muy parecida, si bien, hoy por hoy, el impacto que éste tiene en la conducta empresarial es mucho más reducido. Entre otras cosas debido a la casi total ausencia de referencias normativas fiables en esta materia o de información relevante disponible para los consumidores. Esta es precisamente una de las razones por las que la Comisión Europea, tiene previstas sendas campañas de promoción del consumo responsable, en el marco de su estrategia de promoción de la RSE, con el objetivo declarado de que dicho concepto comience a formar parte inseparable de los cálculos realizados por el ciudadano a la hora de adquirir bienes y servicios en el mercado.

En todo caso, no parece que pueda haber vuelta atrás en este asunto. Guste o no, el comportamiento responsable de las empresas (más allá de su legítimo derecho al beneficio) está a punto de abandonar definitivamente el terreno del coste, que es en el que se había instalado hasta ahora, para pasar a convertirse en una genuina ventaja competitiva. Tal como están las cosas, no puede considerarse que sea ésta una mala noticia.

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