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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

El mundo era tan reciente

Jordi Gracia

Es tan intenso el efecto actual de hartazgo en papeles y en pantallas que parece verdad pero no lo es: García Márquez y Cien años de soledad no estuvieron siempre aquí, sino que llegaron autor y obra a trompicones y sin fluidez. Si García Márquez se viene a vivir a Barcelona en 1968 es precisamente para que lo dejen mantener sin falla el horario laboral al menos matutino y hace lo posible por no disipar su fama de huraño. Los dos años siguientes van a ratificar aquí lo mismo que sucedería en Argentina y Colombia, o en Francia o en Italia el mismo año de su publicación, pero un poco más lento y con un efecto secundario imprevisible. Lo que impulsa de veras es el alumbramiento maduro de una biblioteca de grandes autores por descubrir para la inmensa mayoría de lectores españoles que apenas tenían noticia de unos pocos nombres, muy pocos, y nunca difundidos y leídos tan arrolladoramente como Cien años de soledad. Mario Vargas Llosa era entonces sobre todo el autor de La ciudad y los perros y de La casa verde, pero ni él, ni Ernesto Sábato, también leído en España, ni siquiera Julio Cortázar o Carlos Fuentes o Guillermo Cabrera Infante antes de 1967 funcionaron entre los lectores con la lógica del best seller irrefutable que sí engendró sin hacer nada García Márquez. Lo dijo él en 1968, cuando aparece la primera edición impresa en España y la ola sólo estaba empezando: "Una cadena de amiga recomendación".

Lo que impulsa es el alumbramiento de grandes autores por descubrir

La delicadeza de la expresión se da de bofetadas con lo que sería la masiva apropiación de un autor por parte de una población lectora que creció y se hizo mejor con sus obras, que supo además avalada y aplaudida por Mario Vargas Llosa, y además eran rojos. Incluso los rojos no muy rojos de aquí, como Juan Benet, hicieron un alto en el camino para explicarse a sí mismos como lectores de ese autor de "gran desplazamiento" y escribir un extenso ensayo para la Revista de Occidente donde contar su fascinación por García Márquez o por Rulfo y su hastío desdeñoso por otros, como Julio Cortázar. En los dos primeros latía una forma de la épica que encontró en Euclides da Cunha y estuvo desaparecida desde mucho tiempo atrás en las letras españolas, además de una brillante y poderosa lente idiomática que los hacía altos, incluso a veces demasiado altos y demasiado barrocos, como anotaron aquí y allá novelistas como Gonzalo Torrente Ballester o profesores en tareas críticas como Antonio Tovar (por no hablar de los rencores enfermizos de buena conciencia del novelista José María Gironella, harto de tanto novelista hispanoamericano con ventas usurpadoras).

Contra lo que a veces se dice, en España la crítica no estuvo tan en la inopia como cabría imaginar: quien estaba en otro mundo era el propio país, y de ahí que haya que esperar hasta octubre de ese mismo año 1967 para encontrar noticias escritas de los primerísimos lectores del libro aquí. Uno de ellos, Joaquín Marco, lee un manuscrito corregido por el autor que le facilita la agente Carmen Balcells y escribe en Destino, donde aparece la reseña propiamente dicha que ha encargado a un colaborador habitual, Pedro Gimferrer; el tercero es, aunque sin firma, José María Guelbenzu, que redacta un lacónico y contundente párrafo en una sección de crítica muy breve que coescribía por entonces en la revista Cuadernos para el Diálogo. No nos hemos movido de octubre de 1967, y los tres artículos son rotundos y definitivos: el único que entonces sale en la prensa diaria es de Rafael Conte y era otra rendida página desde el suplemento de Informaciones, que fue el diario que más hizo por contar en España la literatura hispanoamericana y acabar con lo que Francisco Fernández-Santos denunció como ejercicio "increíble y grotesco" de la crítica española, dedicada a "largas y cuidadosas exégesis de los últimos bodrios de los celas y los zunzuneguis de turno, fabricantes de mercaderías literarias a tanto el kilo, mientras desconocen casi completamente a la única gran literatura que hoy se escribe en castellano". Esto anda escrito en el número de verano de la revista Índice de 1967, a propósito de Julio Cortázar, y lo firma un exiliado sobrevenido como es Francisco Fernández-Santos: después del verano de 1968, cuando se publica aquí y se reseña ya en múltiples lugares, ni el tono ni el diagnóstico serán vigentes para los lectores españoles. En lo que coincidirán casi todos será en la fecundidad imaginativa, la genialidad estilística y la legibilidad de una novela que a más de uno y de dos de entonces, siguiendo al mismo Vargas Llosa, les ha de parecer tan fascinadora como la clásica novela de caballerías y aventuras. Por eso pudo llegar a equivocarse tan hermosamente Massiel cuando le preguntaron qué estaba leyendo y dijo Mil años de soledad.

Jordi Gracia es autor de La llegada de los bárbaros. La recepción de la literatura hispanoamericana en España 1960-1981 (Edhasa).

FERNANDO VICENTE

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Sobre la firma

Jordi Gracia
Es adjunto a la directora de EL PAÍS y codirector de 'TintaLibre'. Antes fue subdirector de Opinión. Llegó a la Redacción desde la vida apacible de la universidad, donde es catedrático de literatura. Pese a haber escrito sobre Javier Pradera, nada podía hacerle imaginar que la realidad real era así: ingobernable y adictiva.

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