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Columna
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Ensayo general con todo

Joaquín Estefanía

¿Ha comenzado el tercer milenio bajo el signo de la antipolítica?, se pregunta Michel Wieviorka. El sociólogo francés entiende que a todos los niveles se da un desencanto de los que, decepcionados, se alejan pura y simplemente de la política y se abstienen como ciudadanos; el déficit de lo político se observa en principio, y de manera a menudo espectacular, en la degradación de las relaciones entre representantes y representados, y más concretamente en lo que los segundos piensan y dicen de los primeros. Aparece, en primer lugar, en forma de una crisis de representación (La primavera de la política. Librosdevanguardia).

Veremos si una lectura profunda de las votaciones de ayer avala la tesis anterior, o la desmiente. Es paradójico que en unos comicios municipales y autonómicos, la centralidad del debate no haya estado en los temas que afectan a los ciudadanos en los niveles dos y tres de la Administración (autonomías y ayuntamientos), sino sobre todo en el primer grado: los problemas que debe resolver la Administración central. Sólo un gran asunto, relacionado preferentemente con la Administración local -por las extraordinarias consecuencias económicas que tiene su acción en el urbanismo- ha logrado subir al podio de la discusión: la corrupción. Pero ni siquiera con toda la densidad que requiere. Alrededor del tiempo de la campaña electoral, el Gobierno ha aprobado dos leyes que tendrán gran influencia en el desarrollo futuro del urbanismo y en el abuso espurio de éste para resolver problemas en la financiación de las estructuras locales de las formaciones políticas: la Ley del Suelo y la Ley sobre la Financiación de los Partidos Políticos. Pues bien, con estos argumentos encima de la mesa, ambas normas legales han pasado prácticamente inadvertidas y la oposición ha seguido al trantrán con la política antiterrorista, algo vedado hasta ahora en la lucha interpartidaria electoral.

La percepción social de la corrupción por parte de los ciudadanos españoles es contradictoria. Sorprende que demostrados algunos ejemplos clamorosos de enriquecimiento personal irregular, los protagonistas de los mismos se presenten a las elecciones y, en algunos casos, vuelvan a ganar incluso con mayoría absoluta; se sabe de alcaldes que están esperando su convalidación en las urnas para perpetrar a continuación una nueva recalificación salvaje de terrenos. Del cruce de los datos del Centro de Estudios Sociológicos (CIS) y los estudios de ONG como Transparencia Internacional se desprende que los ciudadanos españoles, a nivel general, tienen graves sospechas sobre la gravedad y extensión del problema de la corrupción, pero que si se les pregunta a cada uno de ellos por algunas manifestaciones concretas de la misma, como el pago de sobornos, su experiencia es casi nula (no conocen ningún caso). Además, la preocupación de los españoles por la corrupción en relación a otros problemas es relativamente baja y dividen a medias la culpabilidad entre los grandes partidos.

Estas elecciones habrán servido como ensayo general con todo para las generales, sean cuando sean. Ayudarán a conocer si la estrategia de la crispación utilizada de modo profuso por el PP (que se refiere tanto a la aspereza de las formas usadas, como a la concentración de la agenda política en torno a algunos temas -el terrorismo- sobre los que, habitualmente, existe algún tipo de consenso, tácito o explícito, para dejar al margen del debate político y de la competición electoral) ha tenido éxito y han conseguido dejar en la abstención a parte de los seguidores del PSOE. Si uno de los grandes partidos que compiten en las elecciones subordina cualquier consideración al objetivo de gobernar y entiende que una atmósfera de crispación le favorece en mayor medida que a su adversario, es muy posible que la promueva. La explicación que se hace se puede resumir así: 1. Las elecciones no se ganan, sino que se pierden y, por consiguiente, es inútil competir desde la oposición con el Gobierno; es más difícil atraer a los sectores identificados con el Gobierno que desmovilizar a una parte de ellos; en consecuencia, la estrategia para ganar consiste en movilizar a los nuestros, radicalizando las posiciones para asegurarnos su lealtad, y en atribuir la radicalización al adversario para desmovilizarlo. Verde y con asas.

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