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Columna
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Saeta

CUANDO EL hombre dice adiós, hay un momento sagrado en el que repara e interpela a la extrema fragilidad de la infancia, término este que, etimológicamente, alude al no saber hablar, al balbucear o, en todo caso, el decir casi sin decir nada; vamos: al decir. Para que esa dialéctica entre el adulto y el infante tenga hondura es preciso abordarla en la estrechez radical de una despedida, tal y como la vive y la escribe un poeta, que es quien ha hecho del balbucir su destino. En el estremecedor libro postrero de Miguel Hernández, Cancionero y romancero de ausencias (1938-1941), un lamento por el hijo muerto, seguido por otro para el hijo al que no puede abrazar, el poeta penetra en ese sutil canto de luz: "No puedo olvidar / que no tengo alas, / que no tengo mar, / vereda ni nada / con que irte a besar". Es el romance en el que la ausencia se hace dolorosamente presente y ya no se presiente más que el adiós: "Quise despedirme más / y sólo vi tu pañuelo / lejano irse".

Miguel Hernández muere en la enfermería de la prisión eufemísticamente denominada Reformatorio de Adultos de Alicante el 28 de marzo de 1942 sin haber cumplido los 32 años, justo cuando el futuro poeta Antonio Gamoneda, nacido en Oviedo el 30 de mayo de 1931, contaba sólo 10. Entre las Nanas de la cebolla, del primero, probablemente escritas durante 1941, y Cecilia, donde el segundo, entre 2000 y 2004, se dirige, cual ciego, a la niña de sus ojos, que es su nieta, median unos 60 años, que son más que una vida, casi el doble de lo que no le dejaron vivir a Miguel Hernández, pero, sobre todo, suficientes para transformar el rumbo de España. Sin embargo, el joven poeta, trágicamente desaparecido en la flor de la edad hace más de medio siglo, y el viejo poeta, hoy venturosamente vivo y celebrado, se expresan al unísono entonando un mismo adiós balbuciente y despojado como si entremedias no hubiese pasado nada. Y es que para lo que ambos intentan decir no hay historia que valga, aunque se cuenta por siglos.

Leo estremecido, Cecilia y otros poemas (Fondo de Cultura Económica y Universidad de Alcalá), el último libro recién publicado de Antonio Gamoneda, cuya primera parte es la que, con su verso breve, conciso, denso, y con sus sobrias, precisas y deslumbrantes imágenes, me trajo a la memoria el doliente romancero de Miguel Hernández, inesperadamente revivido. "Con tus manos conducidas por una música que vagamente recuerdas", escribe Gamoneda, "dices adiós en el umbral. Ah insensata dulzura, / dices adiós en el umbral y de tus manos se desprende / un instante sin límites".

Al amor de la infancia recuperada se acortan, hasta desaparecer, las distancias entre los poetas, la del que nació en Orihuela en 1910 y la del que lo hizo en Oviedo en 1931. Vibran sus cantos con la unción inarticulada de una saeta, despidiéndose al paso e hincándose en lo vivo de la vida. Es un decir que intenta no decir nada y sobre el que nada se puede decir. Sólo sentir y presentir.

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