Ciudadanía
El gobierno es cándido, después de todo: cree en la bondad del conocimiento. Por qué si no iba a auspiciar la introducción de una nueva asignatura en la Enseñanza Secundaria que lleva el lustroso nombre de Educación para la Ciudadanía y por qué iba a confiar en que las palabras de un maestro y una colección de apotegmas recogidos en un libro de texto pueden mejorar la catadura moral de las personas. Se trata de un viejo sueño humanista, desmentido trágicamente por el mecanismo de la Historia: desde Sócrates, que equiparó bondad con ciencia, quien más y quien menos tiende a conservar la tradicional superstición de que leer poemas ayuda a asear el alma, y de que Mozart, si no limpia concienzudamente la basura que muchos acumulan en sus sótanos, sí puede servirles de ambientador. El malvado no es tal porque lo desee, proclamaba Sócrates, sino tan sólo un ignorante que merece nuestra compasión y un refuerzo educativo. Siglos de acontecimientos tremebundos han venido a demostrar la belleza y la falsedad de un argumento que nos regaló a los genios del Renacimiento y la aurora ilustrada, y que durante generaciones casi ha logrado convencernos de que el ser humano es una cumbre que sólo se corona después de curtir el carácter en las bibliotecas y los museos. Alemania tradujo la fórmula socrática en el ideal de Bildung, donde se engloba el crecimiento personal en la múltiple variedad de sus aspectos. La escuela clásica alemana o Gymnasium dedicaba más horas al estudio del griego y la literatura que a minucias alejadas de la auténtica pureza del espíritu como el cálculo, en la certeza de que al ingerir los yambos de Safo o las proclamas de Prometeo sus jóvenes estaban asimilando medicamentos que los vacunarían eficazmente contra la sinrazón y el caos. Ellos fueron el pueblo elegido para demostrar al mundo, por si no estaba claro, que la cultura y los actos caminan por sendas paralelas que aun vigilándose pueden no llegar a cruzarse jamás. Por la mañana, el oficial Friedrich Wilhelm Ruppert decoraba el árbol de Navidad con su familia, aliviaba las heridas de un cervatillo, interpretaba en el violín a Schubert; por la tarde, en el campo de Dachau, golpeaba hasta la muerte a un anciano que acababa de salirse de la fila que conducía al comedor o rociaba de gasolina la barba de otro prisionero para aplicarle una cerilla. Podía recitar a Homero de corrido y fue ejecutado en Núremberg.
Unos padres sevillanos acaban de presentar en el juzgado una solicitud de objeción de conciencia con intención de que a sus hijos se les dispense de cursar esa asignatura recién parida, Educación para la Ciudadanía. Si dicha materia carece de contenidos conceptuales, como es el caso, los padres se amparan en la Constitución para argumentar que sólo ellos poseen potestad de inculcar valores en las mentes de los adolescentes a su cargo. Lo cual nos conduce a la espinosa cuestión de si el Estado cuenta con derecho para irrumpir en la conciencia individual del sujeto y orientar su voluntad hacia lo que considera bueno o deseable. Visto está que nos enfrentamos a una era de crisis: las familias viven tiranizadas por una descendencia que ha confundido la libertad con un pasaporte para la desobediencia y el puñetazo, la diversión mal entendida ha alcanzado un rango de objetivo frente al que resultan superfluos el descanso o la dignidad ajenos, el triunfo individual tiende a prescindir del viejo anhelo democrático del bienestar común. Ante tal panorama, la salida más asequible, y más falsa, parece detener la desbandada en el colegio: encomendemos al maestro la tarea de frenar la descomposición y de devolver los imperativos a sus antiguos pedestales. Pero asignaturas como la Educación para la Ciudadanía poco conseguirán en una sociedad que fuera de las aulas sigue colocando el garrote encima de la palabra y considera que los colores de los semáforos son relativos. Enseñar a devolver los buenos días no es tarea de un funcionario, sino de la persona que comparte con el niño su plato de sopa todos los días: hay cosas para las que cualquier manual resulta ocioso. Todo lo que nos ha aportado la lectura, decía otro alemán llamado Lichtenberg, ha sido una barbarie ilustrada.
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