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Crónica:FUERA DE CASA
Crónica
Texto informativo con interpretación

¡Ola, Pepín!

Así saludaba por carta Salvador Dalí a su amigo, a su confidente, Pepín Bello. Así, ¡Ola, Pepín!, con esa peculiar ortografía celebraba la amistad con aquel joven simpático, lleno de ocurrencias y al que todos llamaban Pepín. José Bello Lasierra, el que ya estaba allí cuando fueron llegando todos los demás. El que hizo que se conocieran Buñuel, Dalí, Lorca, ese trío de residentes que componen el esencial artístico español del siglo XX. El trío del enigma sin fin era un cuarteto. Como los mosqueteros, como los hermanos Marx. Pepín, que ni escribía, ni pintaba, ni hacía cine, era el aglutinante de esa pandilla. El elemento de cohesión, el que recibía las confidencias, el que mantenía el secreto, el siempre dispuesto para la diversión, la compañía, la charla. Era el amigo que tiene la genialidad de saber hacer de la amistad un arte. El otro día, en la Residencia de Estudiantes, en la celebración de sus 103 años, con su humor presente, vivo, vivaz, elegante, memorioso y rápido, volvió a demostrar su arte. El arte de ser simpático sin esfuerzo, sin ir de gracioso, sin ir de nada.

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Muere a los 103 años Pepín Bello

El superviviente Pepín, con edad de coñac, el memorioso de 103 años, que hace unas semanas llamó al joven Francisco Ayala para felicitarle en sus apenas 101 años, es una lección de gracia surrealista por sus ocurrencias, sus recuerdos, su manera de enfrentarse a ese juego tan serio que es pasar de centenario. Uno de los celebrantes, Enrique Vila Matas, dijo que cumplir esa edad es un acto surrealista. Se imaginaba Vila Matas otra tarde en la Residencia. Una tarde de los años veinte, en que Pepín les decía a sus compañeros algo así como: "Yo celebraré aquí mis 103 años, yo seguiré en la Residencia en el siglo XXI". Una ocurrencia surrealista o sencillamente que en él lo insólito, lo extraordinario, es lo normal. Apenas bebe algo más que agua, no fuma, come con apetito, se levanta tarde, vuelve a leer a sus clásicos -sus contemporáneos- y escucha a Wagner. También a Beethoven. Se está cuidando. Derrotas de la edad.

Nunca fue un puro Bartleby, tuvo que hacer algunos trabajos en su larga vida. No muchos y, eso sí, bastante cómodos. Escribió algunas cosas que se fueron perdiendo. Y tuvo muchas ideas que sus amigos aprovecharon para sus cuadros, sus obras, sus poemas o sus películas.

Este creador extraliterario, este amigo que siempre estaba allí como si fuera el bajo continuo de un concierto barroco, como recordó Andrés Soria, tuvo mucha más importancia de la que indica su no obra. Una vez, José Bergamín en la Gaceta Literaria, aseguró que Lorca y Dalí "eran menos originales, menos auténticos, sin duda, que Pepín Bello". Un gran tipo, aunque nunca nos dará la alegría de esas memorias nunca escritas, esas inexistentes memorias a las que Vila Matas juega a dar nombre. Propone el autor de Bartleby y compañía que el deseado libro autobiográfico de Pepín se podría llamar Memoria de un ágrafo sin tambor. A Buñuel le gustaría.

Recordé a Pepín otra tarde, una tarde de ópera. En una obra que no le hubiera sido indiferente, ni ajena. Me refiero a El viaje a Simorgh. Pepín y sus amigos de jóvenes eran unos modernos que defendían Wagner frente a los italianos. En aquellos teatros había broncas, gritos, abandonos y enfrentamientos entre el público. Eso, pero rebajado por la formalidad del entorno, ha pasado en las representaciones de una de las más originales, bellas, atrevidas y hermosas óperas de la temporada. La obra de Sánchez-Verdú, basada en un texto de Juan Goytisolo, con la dirección musical de López Cobos y la escenografía de Frederic Amat, es de una libertad estética, de una belleza mística, heterodoxa, cercana y profunda como pocas veces podemos ver en un escenario.

Quizá lo más complicado sea seguir el texto, pero ¿qué importa? si estamos oyendo poemas de san Juan de la Cruz, El cantar de los cantares en la versión de fray Luis de León, de Raimundo Lulio o de otros heterodoxos de oriente y occidente. ¿Qué les molesta? ¿Por qué se van, por la música o por la letra, por el atrevimiento visual o por las voces tan geniales como la de Carlos Mena entre otros? No tengo ni idea, o, mejor dicho, me callo la que tengo, no me gusta molestar a las personas serias, ni a los gustos musicales o artísticos. Creo que está bien un poco de polémica, un poco de bronca, de desacuerdo y de burla. Aquella pandilla de Pepín Bello, Lorca, Buñuel, Dalí, se burlaban de sus mayores, de los serios de la generación anterior, de aquellos a los que tanto les dolía España -aunque a Pepín le duela de otra manera- y querían terminar con sus letras y sus músicas. Los llamaban putrefactos y creativamente se burlaban, les provocaban y les situaban frente a sus espejos más convencionales. Los tiempos cambiaron, pero los gustos más convencionales siguen firmemente instalados en algunos públicos. Los públicos están cambiando. Las óperas están cambiando. Unos están gozando; otros, protestando. Otros, como virtuosos pájaros solitarios, siguen creando. O tienen el arte de vivir creativamente, primero como pájaro con compañía, después como pájaro solitario. ¡Ola, Pepín! ¡Felicidades, Pepín!

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