La bondad del asesino
Una carta a Rodrigo Fresán, con
cariño, desde el infierno.
Cómo describir este sombrero? ¿Y por qué? Que decía Beckett, pues si en algo va marcando el tiempo a quien escribe es en el desánimo de la propia descripción de todas y cada una de las cosas. Se derrumban las frases comenzadas con un entusiasmo impropio y uno pensaría que hasta infantil, antes de ser terminadas. Hubo un tiempo en el que la ficción parecía posible pero ese tiempo ya pasó, y por qué negarlo, se fue sin mucha gloria. Por qué seguir entonces hablando de este sombrero, que ya ni siquiera recuerdo a pesar de ser un sombrero del que ya hablé antes, del que ya escribí antes en realidad, porque de lo dicho queda aún menos que de lo escrito, y es la misma desconfianza ante las palabras la que construye ahora la jaula de todos mis miedos. ¿Y qué encierro es éste? Supuestamente no existe pero se va formulando a mi alrededor con absoluta precisión, e incluso quien ha dejado de tensar la cuerda de la ficción, quien ya ha desfallecido víctima de ese empeño, vuelve a poner una frase detrás de otra, encima de otra, para nada. El mundo no es muy fuerte. Esa frase creí haberla leído en The expelled, una novella de Beckett, pero al revisarla hace apenas unas horas, me di cuenta de que la frase era en realidad: la palabra no es muy fuerte. Hay que considerar, además de mi torpeza, que mundo en inglés se escribe world y palabra, word, de manera que parece normal que en la memoria, tal vez en el momento mismo de la lectura, ambos términos se confundieran. La frase cerraba una reflexión circular acerca de la altura, la cuenta en peldaños de una determinada escalera en la memoria de Beckett, y tal vez el mundo no es muy fuerte me pareció en su día una conclusión más acertada, aunque bien es cierto que en literatura la palabra es el mundo, así que ambas frases, la real y la imaginada, venían a ser casi lo mismo al final o al principio de esa beckettiana indagación sobre la naturaleza microscópica de las cosas, y el envenenado recuerdo de las cosas. Hubo un tiempo en el que estuve sinceramente interesado en la mecánica cuántica y seguramente aquello es lo que me ha llevado a esta locura actual. En la que el mundo es cuestionado desde posiciones ajenas al mundo. Lo cual justifica gran parte de mis frustraciones porque a nadie se le escapa que pensar en un sombrero no es un sombrero ni cubre la cabeza. La ficción precisa de un entusiasmo, de un rigor y de un talento que ya no tengo, que nunca tuve, en realidad. Por eso ahora me dedico al cine porque un mal escritor vive mejor del cine que de la literatura y además conoce a más gente. Todo esto no tendría mayor importancia si uno no se fuera derrumbando con los años. De niños éramos más fuertes, me dijo Rodrigo Fresán, el magnífico escritor argentino y mejor amigo, ayer mismo en una atropellada conversación telefónica, atropellada por mi parte no por la suya, que era yo el que estaba borracho, de esta manera en la que estoy permanentemente borracho sin estarlo del todo, sin ni siquiera haber bebido. Efectivamente de niños éramos más fuertes y ahora estamos pagando ese esfuerzo.
La ficción precisa de un entusiasmo, de un rigor y de un talento que ya no tengo. Por eso ahora me dedico al cine
Seguramente, querido Fresán, no he encontrado nunca antes, antes de mí y después de Beckett, sé que alguien me fusilará por esta frase pero estoy dispuesto a morir por ella, tal falta de fe en la ficción, tanta pesadumbre ante lo inútil de narrar lo construido previamente, el empeño de relatar lo inventado como real, o el absurdo paralelo de darle a lo real una formulación literaria, con la posible excepción de Meter Handke, ese incómodo alemán enamorado de la nada. Leyendo Jardines de Kensington, amigo Fresán, y con esto ya te dejo tranquilo, recordé un viaje a Argentina, en el que habría de conocerte, recuerdo el avión en realidad y la lectura de Vidas de santos, y no puedo ni imaginar dónde terminó, qué día firmé el certificado de defunción de todo interés por la trama. O de toda pasión por la trama, que diría Pitol. Pero eso no es lo que ahora me sorprende, sino el entusiasmo de entonces. Y si te escribo estas líneas que algún día leerás, porque te obligaré a que lo hagas, es porque al ser tú ligeramente mayor, y al envidiar tan profundamente el entusiasmo que aún mantienes, no ya en la lectura de todas las literaturas posibles, que ése también lo guardo yo, sino la fe en tus propias aventuras literarias, y esa fe yo también la mantengo, es decir que creo en ti más que en mí, me pregunto cuál puede ser la causa última de mi derrota. Es decir, te escribo como paciente, impaciente por comprender el alcance de esta enfermedad y sus posibilidades de cura. Como cada uno de esos escritores que de cuando en cuando declaran que la novela ha muerto, sin reconocer que ellos la han matado, tengo claro que la novela, las novelas gozan de perfecta salud, todas menos las mías. Sé que la muerte de un escritor menor no es el fin del mundo, pero qué quieres que te diga, amigo Fresán, a mí me preocupa.
En fin, nada de esto es importante y hay una parte feliz que no te cuento, pero siempre hay una parte feliz, que no se cuenta. Volviendo al tema que me trajo, que me trajo hasta ti, no a este resort tailandés, la ficción se me escapa. Supongo que entre nosotros hay quien se hace con ella, y quien no. Nuestro común amigo y admirado amigo, además, Enrique Vila-Matas, parece tenerla a buen recaudo, seguramente ha pagado una vida por ello, pero ¿qué menos? Y ya que estamos hablando de nuestro admirado Vila-Matas, hemos de reconocer que su manera de torcer la ficción para su lado ha sido suicida. ¿O acaso no se ha ficcionalizado él mismo para desentrañar el misterio que a mí se me escapa? Ésa es sin duda la vida que ha pagado, a la que antes me refería. ¿Hay otro modo? No puede escribirse más por mera repetición de los modelos admirados, porque, ¿qué sentido tendría? Más allá de la propia pericia, y un mínimo orgullo, el siniestro orgullo del copista, y en cambio, querido Fresán, hay que seguir escribiendo. Qué remedio. Este largo preámbulo, que no es una carta, ni por supuesto una nota de suicidio, sino una manera más de llenar la tarde en este absurdo paraíso tailandés, ya se acaba, y en realidad no tiene otra función que la de servir de prólogo a una pequeña ficción. Porque parece imposible librarse del todo de este hábito, querido Fresán, porque me temo que no tenemos más remedio que tratar de escribir una vez más. Lo que sigue no es más que un cuento abortado, una muestra más de mi impotencia, y supongo un intento desesperado por librarme de ella. Quién sabe, amigo Fresán, tal vez algún día esta larga lista de derrotas me sirva para alzarme con una merecida victoria.
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