_
_
_
_
Elecciones municipales 27M
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Las aceras

Las elecciones municipales suponen una buena oportunidad para reivindicar la política. La gente, acostumbrada y sometida a discusiones con mucha frecuencia abstractas, puede tocar los problemas con las manos, sentir que respira sobre todo aquello que se debate. Y la cercanía es buen remedio para la enfermedad aniquiladora del desencanto. Cuanto más lejanas están las cosas, más fácil resulta sabérselo todo, caer en las frases malditas del cadáver democrático. Una cosecha bien alimentada de muertos vivientes se dedica a repetir el rosario del descreimiento: todos son iguales, ya nos conocemos todos, ya me han contado todos los cuentos.

La palabra todos resuena así en los labios como una sentencia de paralización, de negación general del mundo, de confusión incluso entre la lluvia y la sequía, entre las mañanas y las noches. Decir todos son iguales nos exime de la responsabilidad de comprar un paraguas para refugiarnos de la tormenta o de encender una linterna para abrirnos paso bajo los apagones. Quedarnos sentados bajo buen techo es la solución más cómoda, aunque a veces el agua acabe entrando por la ventana. La gente satisfecha o escarmentada se conoce de memoria la lejanía. Todo se ve venir. Pero las cosas cercanas necesitan de otro tipo de argumentación, y el ejercicio de aguantar una rueda de molino afecta ya a las raíces más vergonzosas del sentido común anestesiado.

Cuando yo era joven, la política significaba el deseo de hacer la revolución, de transformar el mundo por la base, de fundar una sociedad más justa, de cambiarle la piel a la historia de la cultura. Comprendo que hay motivos, tal como ha pasado la historia por el siglo XX, para dudar de la revolución y de los revolucionarios. Espero, del mismo modo, que se me conceda que la revolución era una empresa llena de dificultades. Cualquier fracaso y cualquier crítica deben suponer también un mínimo de comprensión por lo justo y difícil de la tarea. Pero si hacer la revolución era asunto demasiado lejano, muy cerca nos queda la posibilidad de hacer una ciudad habitable, con aceras por las que sea agradable pasear... Bueno, pues tampoco lo hemos conseguido. Hasta los más escépticos pueden meter los dedos en la herida y comprobar cómo se han desarrollado nuestras ciudades, qué tipo de suburbios y de áreas metropolitanas se han ido construyendo a golpe de realismo especulativo.

No hemos sido capaces de hacer la revolución, pero tampoco de hacer unas aceras por las que pueda pasear una pareja con un carrito de recién nacido. Más que el desaliento o el abstencionismo, esto pone en el centro de las discusiones una buena oportunidad para reivindicar la política y para hacernos responsables de lo que sucede en la parte más cercana del mundo, de nuestro mundo. Estamos hablando de nuestros árboles, de nuestros campos, de nuestras perspectivas, de nuestros barios. ¡Qué difícil ver en Granada la perspectiva que amparaba la ciudad hace apenas unos años, con el blanco de la Sierra confundiéndose con el rojo de la Alhambra y con el verde de los cipreses y las chumberas desperdigado por las colinas entre la cal de las tapias. Qué difícil orientarse a la hora de pasear por los pueblos de la Vega, devorados por urbanizaciones horrendas, sin un poco de aire limpio y de agua clara que llevarse a la boca. Las criaturas se amontonan, viven en colmenas o en pudrideros, y bajan a la ciudad soportando un tráfico colapsado, desesperante, infinito, porque nadie se preocupó de planificar un transporte público razonable.

El paisaje más cercano presenta un territorio oportuno para fijar las discusiones sobre la importancia de los valores públicos y sobre los peligros de las especulaciones privadas sin leyes reguladoras. No estamos discutiendo de nubes, sino del lugar donde nos toca levantarnos cada mañana. La costumbre de seguir como estamos no es una buena costumbre. Basta con salir a pasear para comprobar que la rutina significa a veces una forma temeraria de descomposición. Nuestro voto es responsable de las aceras por las que caminamos hacia puntos de encuentro.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_