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Columna
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Comparación

La reciente conclusión de las sonadas elecciones presidenciales en Francia y, casi al mismo tiempo, el inicio de la modesta campaña electoral en nuestro país, impone fatalmente comparaciones odiosas. Siempre nos pasa lo mismo: España sería un país aceptable si no fuera por los franceses, que siempre han sido, a nuestros ojos, más ricos, más cultos, más listos y más guapos, y encima, durante siglos, más libres y más libertinos. Por esta causa, además de otras de cosecha propia, nuestras elecciones municipales se nos antojan cutres y aburridas: un océano de vaciedad sólo amenizado por alguna metedura de pata.

Claro que, bien pensado, a lo mejor no hay para tanto.

Pasado el efecto de la elocuencia y la desenvoltura de los candidatos a la presidencia de Francia, y, en el caso de unos cuantos, de la inevitable seducción de la lengua francesa, lo que queda de sustancia es escaso. Más allá de la forma, la sensación de contemplar un iceberg al revés: mucho a flote y poco abajo.

Esperar otra cosa era ilusorio. A diferencia de sus homónimos norteamericanos, que tienen en sus manos poder real para cambiar el mundo, los altos dirigentes europeos cuentan con un margen de movimiento limitado. Atrapados entre unos agentes sociales que a lo largo de los siglos han ido arrebatándole al Estado amplias parcelas de competencia; una red de normas supraestatales y relaciones multilaterales cada vez más tupida, y un sistema económico y político global y casi omnipotente, la capacidad de maniobra del político europeo actual sigue siendo importantísima en la medida en que incide de un modo directo en la vida diaria del ciudadano, pero no es trascendental.

Visto a través de esta lente que empequeñece en vez de ampliar, las elecciones presidenciales francesas son a las municipales españolas lo que la alta cocina es a un plato de judías con chorizo: más o menos saludable y más o menos sabroso según el metabolismo y el paladar de cada cual.

Después de tanto hablar, ver a Sarkozy haciendo un llamamiento a la concordia y prometiendo que será el presidente de todos los franceses desinfla al más francófilo. Mejor cualquiera de nuestros candidatos, que desde las vallas publicitarias nos hacen esta sincera promesa: Seré lo que aparento.

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