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Elecciones 27M
Columna
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Nin unha máis

Estamos viendo a las mejores mentes jurídicas de nuestra generación absortas en diseccionar al límite los matices de ilegalidad de las listas abertzales. En analizar si la presencia de filobatasunos es condición suficiente para anular una candidatura, o es necesaria la evidencia patente de criptoetarras. En acometer la exégesis de la situación que se produce cuando un sospechoso habitual de pertenecer al entramado colateral de ETA (aunque no condenado personalmente por ello), se hace militante de un partido legal que condena la violencia: ¿prevalece en ese caso el estigma original o es factible la salvación mediante inmersión en las siglas no contaminadas? Y al mismo tiempo que se produce ese debate, la justicia desatiende las demandas de la sociedad arzuana.

En Arzúa (villa gallega, pese a la sonoridad éuscara o navarra del topónimo) la mayoría de la ciudadanía está más que convencida de la condición de incendiario de un vecino conocido como O Catalán. Sin embargo, con todo el dolor de corazón de particulares e instituciones, no se han encontrado pruebas fehacientes que permitan adjudicarle la autoría de los desmanes. De su paso por las instancias judiciales, O catalán sale tan afectado como un cristal cuando lo atraviesa un rayo de sol. El libre albedrío del presunto incendiario no sufre más limitaciones que las que a sí mismo se impone por precaución, como la de alejarse temporalmente de sus vecinos. También los fiscales especializados en incendios forestales comparten el prurito garantista y han reclamado más rigor a la hora de calificar de intencionados a los siniestros.

Que en un mismo sistema jurídico se dé esta paradoja -al menos aparente- en el trato, sólo se puede explicar por la singular relación entre política y sociedad que existe en Galicia. La clase política española en conjunto se afana en satisfacer demandas sociales como la de asfixiar los respiraderos abertzales. Incluso compite en exacerbarlas, si la sociedad da en flojear. Y si la capacidad de respuesta de la legalidad vigente no es lo suficientemente ágil y contundente, se refuerza la legalidad o se retuerce la vigencia. Aquí, al contrario, lo específico es que la clase dirigente ponga rumbo de colisión a la línea de flotación del propio electorado, y si hay que hacer caso omiso de la ruta marcada por la ley, se hace.

El caso de Reganosa es el más obvio. En Ferrol se promovieron unas instalaciones de alto riesgo en aguas interiores, a despecho del puerto exterior ya existente. Enfrente, en A Coruña, se justificó un puerto exterior de riesgo extremo para retirar el tráfico de mercancías peligrosas de la ría. Dos incongruencias que se perpetraron mediante atajos y una connivencia entre los poderes políticos y económicos que ya era obvia, pero en el caso ferrolano además se hizo patente en un documento en el que la Xunta se comprometía a garantizar el futuro de la criatura. También en A Coruña la Autoridad Portuaria otorgó la concesión del Palacio de Congresos de forma irregular y al peor de los proyectos presentados, según sospechaba la ciudadanía y sentenció ahora el Tribunal Superior. Dos casos de errores cometidos que las autoridades del presente ni se han molestado en lamentar (de exigir o asumir responsabilidades ya ni hablamos). Entre los errores por cometer podríamos contabilizar desde la milagrosa multiplicación de los peces (doblar el número de las antes denostadas piscifactorías) a la posible cohabitación de la teoría del buen urbanismo costero con la aplicación práctica de la doctrina Franklin Delano Roosevelt ("son unos chorizos, pero son nuestros chorizos").

El nuevo rumbo político va dejando a su paso una estela creciente de reacciones que van de los lamentos por el voto derramado a las acusaciones de traición pura y dura. La decepción por el incumplimiento de las expectativas puede deberse a lo elevado de las mismas o una excesiva valoración del voto propio, pero siempre es más aconsejable encauzarla que dejar que se convierta en apatía. Foro de Arzúa o Nin Unha Máis estarían bien.

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