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Columna
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¡Sereno!

Hace casi 50 años que esa voz no se escucha en las calles de Madrid y fue el contrapunto de su personalidad durante, al menos, la centuria precedente. Dicen almas bienintencionadas y falaces que la institución va a ser recuperada, de momento, en alguna ciudad castellana. Ojalá, aunque haya que considerarlo inviable en la nuestra y en este tiempo. Ahondando en las costumbres de otras épocas, que no eran muy distintas de un lugar a otro de la cristiandad, encontraríamos vestigios de tan benemérito invento en comunidades italianas, flamencas, quizás francesas o germanas, pero tuvieron identidad muy específica entre nosotros, muy especialmente, en la villa de Madrid, hasta finales de los años sesenta y comienzos de los setenta del siglo XX.

Un sereno bien instruido lo mismo avisaba al médico, a la comadrona o al cura
Eran muy útiles, pero es imposible imaginarles impidiendo el 'botellón' en Malasaña

Fue, quizá, una reminiscencia medieval cuando los gremios de comerciantes y la naciente burguesía comenzó a ser consciente de que la casa era el recinto de cada cual, presuntamente violable por cualquiera. Y en su defensa surgió este somatén urbano que se extendió por toda la Península, encarnado en un hombre de bien, de fuerte brazo y presunta honradez a quien se confiaba el símbolo de la propiedad: las llaves de la casa, de los negocios.

Quizá, desde los inestables tiempos de las guerras carlistas, del bandolerismo sobrevenido ante la escasez de trabajo y el exceso de mozos inactivos y armados, se ideó la figura indecisa del vigilante nocturno, el velador del sueño de los vecinos, conocedor de todos los habitantes, auxilio en los momentos de necesidad, defensor de la propiedad y de la vida, cuando el resto -salvo los maleantes- dormía, incluidos los guardias municipales. Maltrecha y desacreditada, la autoridad local llegó a ser lo que son, en nuestros días, buena parte de los agentes que pagan los ciudadanos: rábulas, escoltas y celadores de los ediles, personajes de reparto en las zarzuelas y revistas. ¿Se acuerdan?: "Ni usté toca aquí el pito / ni usté aquí toca ná".

El llamado sereno del comercio -denominación oficiosa- tenía asignado un determinado número de edificios en cada distrito que parcelaba las ciudades. Era indispensable reunir ciertos requisitos, para alcanzar el perfil profesional idóneo. Así fue definido: "Persona que, con el carácter de agente de la autoridad, ronda de noche por las calles que constituyen su vereda, velando por la seguridad de las personas y las cosas".

Habría que instalarse en la época precisa, cuando en una ciudad como Madrid la vida nocturna era limitada a los cafés, algún casino y los que llamaban lugares de perdición, antros sumamente aburridos. Pero el mal revolotea por todas partes y aunque no se habían descubierto los "alunizajes", ni los atracos y robos con gran violencia, el madrileño procuraba protegerse lo mejor posible. Y asegurarse el socorro, en caso de urgencia, pues un sereno bien instruido lo mismo avisaba al médico, a la comadrona -con la que era capaz de compartir los primeros cuidados a la parturienta- o al señor cura para llevar los últimos óleos al pecador en situación terminal.

Además, cantaban las horas e informaban sobre el tiempo: "Las doce y media y sereno... Las cuatro y lloviendo". Les recuerdo con el pintoresco uniforme: un blusón o delantal gris, capote en invierno y lo que les confería la autoridad viática: la gorra de plato. En algún lugar leí o escuché que dispusieron de uniforme de gala, quizá para las ocasiones en que moría un rey o nacía una infanta, cosa esta hoy bastante frecuente. También estaban autorizados a portar el revólver reglamentario del Ejército, aunque jamás lo vi en manos de los varios a quienes traté por razones de vecindad. Se manejaban divinamente con el chuzo, que el robusto brazo asturiano o gallego manejaba con energía y discreción. En noches oscuras se distinguía el farol que formaba parte de su equipo y que, cuando era llamado, agitaba en señal de auxilio.

Hasta los años cincuenta no era frecuente la iluminación automática de las escaleras, y el sereno proporcionaba unas cerillas especiales, de largo palo, capaces de alumbrar al vecino hasta el último piso. En su cintura tintineaban las llaves de todos o casi todos los pisos de su jurisdicción. Sabía quién entraba y salía, qué forasteros llegaban a la ciudad con las alforjas llenas de ilusiones; una aguda experiencia nocturna les avisaban de la catadura del malhechor. Eran sumamente útiles pero, la verdad, hoy es imposible imaginarles impidiendo el botellón en Malasaña.

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