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Columna
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Bufonadas

Hay una carta del Tarot que representa a un individuo vestido con retales desparejos, que camina mirando hacia las nubes con gesto de optimismo o imbecilidad. Un perro le sigue a través del sendero que bordea un precipicio y en el que parece a punto de resbalar, con su petate, los escarpines y la carraca que empuña en la mano izquierda. Creo saber que este naipe, que lleva el nombre de El Loco, anuncia que la persona que consulta la baraja se halla al filo de una revelación, que su pie está a un paso de precipitarse en otro barranco que puede conducirle a una verdad no siempre confortable. El Tarot se hace así eco de una vieja idea: que los niños, los idiotas, los borrachos y otros apóstoles del inconsciente viven más cerca de la verdad que quienes se afanan en perseguirla por el atajo tortuoso de la razón. Al loco se le permitía disentir, poner el dedo en la llaga, traducir en verborrea y espasmos el desencanto por una realidad que dista mucho de ser perfecta pero que las personas cabales jamás cuestionarán por motivos de inercia o miedo. Hace tiempo que el loco fue rebajado de oráculo a enfermo y se le internó en edificios equipados con duchas que protegieran al sentido común de la polución de sus desórdenes. Su heredero es el payaso: la obligatoria válvula de escape por donde los complejos de una sociedad que no se gusta a sí misma pueden liberarse sin hacer daño, el orificio a través del cual el organismo puede expulsar sus excrecencias antes de que una concentración masiva de flema y bilis le haga colapsarse. El bufón cumple una necesaria labor de higiene: cura nuestras enfermedades al invitarnos a tomarlas a risa.

Bufón es precisamente la palabra que elige para definirse Leo Bassi, un cómico inclasificable, estomagante, cítrico, que, valga la paradoja, se toma muy en serio su profesión y desprecia el clientelismo y los chistes acolchados que suelen caracterizar a los humoristas de escena. Reconocido por un modus operandi que eleva al paroxismo la crítica de costumbres de un Dario Fo y que adoba el happening con elementos gamberros, Bassi lleva décadas embarcado en una guerrilla particular, ejerciendo de francotirador desde las azoteas con la intención confesa de derribar bustos de sus pedestales. Es autor de un espectáculo dedicado a escarnecer la religión profana del fútbol, en que aparecía en el escenario devorando un balón de reglamento después de la ceremonia de consagración; ha salpicado literalmente de mierda al público de un plató televisivo como denuncia de la telebasura; ha diseñado un recorrido turístico por las afueras de Madrid en que mostraba a los pasajeros los principales atentados urbanísticos perpetrados por el gobierno autonómico. Su último montaje, La revelación, elige por víctima a la Iglesia Católica, a la que imputa cargos de abusos morales, manipulación, fraude, acusaciones todas de larga tradición que ya aparecían en boca de Voltaire y que cuesta creer que todavía enciendan a los párrocos. Lo verdaderamente preocupante es que dicha obra ha sufrido una persecución sistemática desde que fue presentada por primera vez en Madrid y que muchos organismos oficiales han sumado sus fuerzas a los estamentos eclesiásticos para impedir su difusión. Cuando se representó en La Rinconada, en la provincia de Sevilla, vino precedida de una solemne proclama de las asociaciones de familias cristianas en que se proponía su sabotaje, y a Marchena y Utrera simplemente no ha podido llegar porque la diputación ha resuelto cancelar los contratos de exhibición. Como es natural, estas prohibiciones no hacen más que acrecentar el celo de Bassi, que poseído de su afán evangelizador vuelto del revés amenaza con leer su texto en la calle, delante de los niños, las abuelas y los viandantes desprotegidos. Muchos querrían echar el guante a Bassi para untarlo de brea y colocarlo en lo alto de un montón de leña verde; otros se conformarían con encerrarlo en una camisa de fuerza que neutralizara sus puñetazos. Igual que el loco del naipe, orilla un precipicio en el que siempre está a punto de caer y de arrastrar a los demás: lo que espera en el fondo es el suelo sólido y doloroso de la verdad, que resulta más cómodo no oír.

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