Los buenos trabajadores
Hace poco le oí decir a un amigo, con un cierto abuso del derecho a la pereza intelectual, que los gallegos un poco tontos sí debemos ser, pues con todo lo que trabajamos nunca fuimos capaces de hacernos ricos. Nuestra mayor cualidad ha sido históricamente la capacidad de dejarnos el lomo a cualquier hora y en cualquier circunstancia. Hemos crecido a base de hacernos valer como gente trabajadora en lugares cuyos habitantes no tienen la misma fama, y aún hoy el carné de gallego nos sirve por el mundo adelante como garantía de buenos currantes, que son aquellos que parecen felices viviendo sin horario, los que no protestan, los que cuantas más horas extras hacen mejor se sienten. El patrón, que suele ser una persona con tanta capacidad y por lo tanto no gallega -estemos en Vigo o en las Canarias- está encantado de la vida, porque el trabajo es algo intrínseco a nosotros. Y nos da reparo cobrar de más por algo que nos reporta, o nos debería reportar, tantas satisfacciones. Lo dicho, somos tontos de remate.
Trabajar no es producir, sino una cuestión mucho más profunda ligada al honor y destinada a suplir estados carenciales que vienen afectando a nuestro pueblo desde hace demasiadas décadas. Aún entrando en el siglo XXI a rebufo de España, nos cuesta adaptarnos a la vida moderna y a las comodidades de la clase media. He visto cómo mujeres que tenían por primera vez una empleada del hogar limpiabna todo antes de que ella llegase, porque les daba vergüenza que alguien de fuera pensase que allí no se limpiaba lo suficiente. Nuestra capacidad de delegar es inexistente porque la asociamos al abuso, al vivido en carne propia, y pensamos que si hay que explotar a alguien qué mejor que a nosotros mismos, que ya tenemos callo. No digo que esté mal eso de ser buenas personas, pero es que así nunca saldremos de pobres.
Vamos estando en tiempo de echar cuentas y hacer balance esfuerzo-resultados para comprobar que, quitada la supervivencia, de poco nos ha servido nuestra fama de currantes. Nos empeñamos en hacer barcos cuando no se necesitan, en recebar fachadas que bastaría con adecentar un poco, en colocar andamios y torretas por doquier para que se vea que no estamos parados, y que el paisaje sirve para algo más que pasmar mirándolo: hay que trabajarlo. Somos únicos a la hora de desechar ideas que reviertan en nuestro bienestar porque eso no es trabajo y querríamos poner a sachar a todos aquellos que viven del cuento: Se traballaras... En esto puede que a veces no nos falte razón, aunque nuestra dignidad a la hora de tachar a los andaluces, por ejemplo, de vagos, queda en evidencia cuando se destapa nuestra insana envidia: por eso triunfan tanto aquí la Academia Postal y Manolo Escobar.
Pero el mundo cambia, y además crece, y cada vez se nos acerca más. Desde siempre fuimos los más trabajadores del poco mundo que conocíamos: la vieja Europa y la América del Sur. Vivíamos no felices pero sí orgullosos de nuestra fama, hasta el siglo XXI, que ha traído del lejano oriente y de la negra África una realidad que nos está helando la sangre: hay gente que trabaja más que nosotros, y por menos dinero. ¿Qué nos queda entonces? ¿Tendremos que rebatir la ley natural antes expuesta, tan absurda como incrustada en todavía muchas mentes, y hacernos a la idea de que ya no encabezamos el ranquin de humildad y entrega al trabajo? Ahora que disponemos de más tiempo, es hora de emplearlo en tener ideas propias sobre cómo aumentar el beneficio rebajando el esfuerzo, aunque también vale copiarlas de fuera. Aprovecharse de los nuevos gallegos trasladando el trabajo a Taiwan es una idea, también lo hicieron con nosotros y bien que lloramos cuando nos dejan por otros más baratos. Pero quiero pensar que hay otras formas de gestionar nuestra propia capacidad y de ofrecer a los tiempos que corren algo más que mano de obra incondicional. Mi amigo insiste: con lo que curramos, si algún día llegamos a ser listos nos comeremos el mundo. A mí me da que tampoco es tan sencillo, pero adelante. Feliz Primero de Mayo.
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