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Columna
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Micropolítica

Enrique Gil Calvo

El mes que viene se celebran elecciones municipales en toda España, elecciones a juntas en las diputaciones forales y elecciones autonómicas en aquellas comunidades de vía lenta que no disponen de potestad para disolver sus legislaturas convocando comicios propios. De modo que en estos momentos deberíamos estar debatiendo con pasión aquellos temas de micropolítica que centran en teoría la agenda local y territorial. Pero no es así porque los titulares de prensa siguen ocupados por los peregrinos asuntos de la macropolítica nacional: el último intento de reventar el juicio del 11-M y la enésima acusación contra Zapatero de traicionar a España por rendirse a ETA.

Parece que aquí todos nos sentimos estadistas y por eso despreciamos la política local para ocuparnos sólo de lo verdaderamente importante, que serían los gravísimos problemas nacionales. Pero por paradójico que parezca, semejante actitud es uno de los peores indicadores de provincianismo arcaico. Si fuésemos más modernos o simplemente normales y tuviéramos algún sentido común (como le gusta predicar a Rajoy sin dar trigo), atenderíamos con prioridad a los fundamentos micropolíticos de la vida pública. Y como no lo hacemos así, los ciudadanos de a pie les vuelven la espalda a nuestros representantes políticos. De ahí los crecientes índices de abstención que nos amenazan en las próximas elecciones autonómicas y municipales.

¿Qué debe entenderse por micropolítica? Ante todo la economía, por supuesto, que sustenta las condiciones materiales de la vida cotidiana de la gente. Algunos reprochan a Zapatero su incapacidad para vender la idea de que "España va bien", como proclamaba su antecesor. Lo cual debería llevarnos a sospechar que quizá no vaya tan bien. Y para averiguarlo, nada mejor que partir de la clásica distinción entre macroeconomía y microeconomía: aquélla sí parece ir bien (excluida la baja productividad y el creciente déficit externo) pero no sucede lo mismo con ésta, entendida como la estructura de oportunidades que determinan las interacciones de los agentes individuales.

He aquí un indicador muy grave: España tiene la más baja fecundidad de Occidente y al mismo tiempo la más alta tasa de adopciones. Y ello porque aquí no se puede ejercer el derecho a formar familia hasta edades demasiado tardías, cuando la fertilidad ya ha quedado seriamente afectada. Lo cual es debido a unas condiciones microeconómicas de empleo y vivienda que bloquean la emancipación de mujeres y jóvenes, penalizando sobre todo a las clases medias. Eso es micropolítica: la estructura de incentivos que permite formar o disolver familias compartiendo el trabajo profesional con la responsabilidad progenitora. Una micropolítica hecha de políticas de empleo, de políticas de vivienda en alquiler y de políticas de bienestar social.

El problema es que esta micropolítica se decide y se aplica a escala local y autonómica, pues lo único al alcance del Gobierno central es coordinar y proponer marcos normativos sectoriales, como acaba de hacer con las flamantes leyes de dependencia e igualdad. Pero una simple anécdota servirá para ilustrar las dificultades. Hace poco asistí a unas jornadas de servicios sociales en el País Vasco, y la común protesta de usuarios, responsables y autoridades era la confusión normativa y la descoordinación funcional entre los cinco niveles administrativos: municipal, provincial (allí foral), autonómico, estatal y europeo. Y tanto se quejaban que no pude menos que sugerirles distribuir un GPS orientativo para no perderse en el laberinto burocrático.

¿Quién gobierna el mosaico de la micropolítica de proximidad? Dada la gran descoordinación que se produce a escala estatal, se diría que nadie: sólo los responsables políticos a escala local, que gozan de amplia discrecionalidad para adoptar la micropolítica que más les plazca. Y lo malo es que demasiadas veces la deciden para complacer no tanto a sus electores como a los promotores inmobiliarios, de cuya cuenta de resultados dependen para financiarse. Así nos va.

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