Escenarios para Europa
Uno de los episodios menos brillantes del largo proceso de construcción europea fue la Declaración de Berlín que festejó su cincuenta aniversario el 25 de marzo pasado. El texto, de página y media, no dice nada en realidad. Los líderes se reunieron para escuchar conciertos y admirar fuegos artificiales, pero uno se pregunta si, además, hablaron entre ellos de cosas serias.
La Declaración de Berlín no se merece críticas, en cualquier caso. La pobre es un síntoma, más que la causa de la enfermedad. El verdadero problema se encuentra en la falta de acuerdo sobre cuestiones fundamentales entre los 27 gobiernos de los Estados miembros. Y ya se sabe: cuando quiere ponerse de acuerdo a un gran grupo, o bien se encuentran compromisos que no satisfacen a nadie, o bien hay que dividir el grupo y cada uno puede actuar como más le apetece.
Después de una fase de incertidumbre, la canciller alemana, Angela Merkel, quiere encontrar un acuerdo sobre la Constitución Europea. Su plan es fijar un calendario en el Consejo Europeo que tendrá lugar en junio, para introducir los cambios necesarios de aquí a final de año, completar el proceso de ratificación durante 2008, y solucionar así el problema antes de las elecciones al Parlamento Europeo en junio de 2009. El plan de Merkel es voluntarioso, pero olvida un elemento crucial: en la Europa ampliada, las posiciones están tan divididas que los acuerdos de contenido pueden resultar imposibles.
Algunos tienen la impresión equivocada de que Francia y Holanda son el obstáculo principal, pues rechazaron en referéndum el proyecto de tratado. Ahora, cuando se reabre la negociación y se tantean las posiciones respectivas, se demuestra que el problema no son esos dos países. Más bien, los Gobiernos euroescépticos, que estaban muy cómodos con el parón tras los plebiscitos en Francia y Holanda, deben retratarse y exponer abiertamente sus dudas sobre lo acordado en 2004. En el nuevo debate, casi seguro, se encontrarán terrenos de acuerdo para integrar los puntos de vista francés y holandés, pero parece más difícil aceptar las pretensiones de los otros.
Las divergencias son enormes. En cuanto a la forma, el Reino Unido y otros miembros pretenden un nuevo tratado para introducir las reformas necesarias en los anteriores firmados en Maastricht, Ámsterdam y Niza. Algunos líderes, como la propia Merkel y el candidato a presidente de la República en Francia Nicolás Sarkozy, quieren una mini-Constitución, quizá con otro nombre, para retomar sólo las disposiciones principales del proyecto. Otros pretenden hacer cambios menores a la Constitución, guardando la sustancia. Y, en fin, muchos de los que ya han ratificado quisieran preservar el texto, añadiendo protocolos, anexos o complementos allí donde sea necesario.
Pero el verdadero problema está en la sustancia. Existe una brecha insalvable entre aquellos que ven el proceso de integración como la creación de una identidad europea que se suma a la de los Estados miembros (y por eso aceptan la idea de Constitución), y los más nacionalistas, que quieren mantener a toda costa el protagonismo de los Estados individuales y conciben la UE como una mera organización internacional de coordinación (por lo que rechazan símbolos como la bandera).
En estas circunstancias, el Gobierno español está adoptando una posición europeísta coherente, muy en línea con los deseos no sólo de la mayoría de los ciudadanos españoles, sino también de la mayoría de los europeos. Aunque el proyecto de tratado constitucional sea remozado, y aun si el término de Constitución es sustituido por otro menos pasional, lo importante es que los avances fundamentales del proyecto que los españoles votamos en febrero de 2005 sean ratificados por la mayoría, y puestos en práctica. Crear un presidente del Consejo Europeo para evitar la rotación en tiovivo de las presidencias semestrales, establecer un ministro europeo de Asuntos Exteriores que garantice una política exterior y de seguridad más activa y eficaz, incrementar el papel del Parlamento Europeo y de los Parlamentos nacionales así como las decisiones por mayoría cualificada en lugar de unanimidad, y atribuir nuevas competencias en campos fundamentales como cambio climático, inmigración, terrorismo y crimen organizado son mejoras que merecen la pena. Por este motivo, España y los países que han ratificado deben mantener la validez de esos avances.
En los meses por venir, las dificultades para confirmar tales progresos vendrán, una vez más, de los euroescépticos que, en términos generales, menosprecian la integración política, no ven razones para atribuir nuevas competencias a Bruselas y, en cuestiones internacionales, piensan que la Unión no debe tener voz propia, ya que alinearse con Estados Unidos es la opción preferible en toda circunstancia.
Mirando al futuro, las divergencias tan pronunciadas entre los Estados miembros abren por lo menos tres escenarios. El primero sería acomodar a todo el mundo en una unión continental de talla gigantesca. No obstante, la búsqueda de posiciones compartidas, que ha sido posible en los últimos veinte años, parece ahora impracticable. El segundo escenario sería crear una asociación más pequeña dentro de la Unión, entre aquellos Estados que quieren verdaderamente una mayor integración. Este grupo podría basarse, por ejemplo, en aquellos países que participan hoy en el euro o en el acuerdo de Schengen sobre las fronteras comunes. El tercero, más lejano, sería un cambio de actitud de los euroescépticos, que podría estar provocado entre otros motivos por una alteración de la agenda mundial tras las elecciones norteamericanas de noviembre de 2008, con un presidente de Estados Unidos que apoye el multilateralismo y la construcción regional y, por consiguiente, anime a sus más fieles aliados europeos a participar sinceramente en la integración.
¿Puede construirse una nueva asociación dentro de la UE sin la participación de los euroescépticos y en particular del Reino Unido? Esto dependerá sobre todo de la voluntad de los otros grandes, incluyendo Alemania, Francia, España e Italia. Por este motivo, el resultado de las elecciones francesas es tan importante para Europa. Seguramente, Nicolas Sarkozy no querrá dejar fuera al Reino Unido en ningún caso, mientras que Ségolène Royal compondría con Prodi y Zapatero un grupo europeísta muy fuerte, que empujaría a Merkel a posiciones más ambiciosas.
De todas maneras, teniendo en cuenta la posición recalcitrante de algunos miembros actuales de la UE, y el tamaño enorme que está adquiriendo con las ampliaciones, el establecimiento de una nueva unión dentro de la Unión a medio plazo es una posibilidad que habría que explorar.
Martín Ortega Carcelén es investigador en el Instituto de Estudios de Seguridad de la Unión Europea en París.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.