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Columna
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Amistad

HAY QUE saludar la reedición castellana de La amistad (Trotta), del escritor francés Maurice Blanchot (1907-2003), no sólo por el interés y la variedad de temas que aborda esta recopilación de ensayos críticos, cortados siempre, sin embargo, por el mismo patrón de hurgar en ese sutil y decisivo intersticio de separación entre lo divino y lo humano, sino por lo que significa de ejercicio de la verdadera amistad intelectual, que es la interlocución con el otro como viviente, aunque haya muerto y, por supuesto, aunque no se haya tenido ningún contacto personal directo con él. Ese otro como otro que nos anima a ser lo que somos. Conocidos por él o no, Blanchot se interroga a través de la obra de los autores que comenta, a los que ni ensalza, ni rebaja, sino que se hace acompañar por ellos, intentando que esta complicidad devenga amistad.

Significativamente, los tres primeros artículos de La amistad están dedicados al arte, pero desde la radical perspectiva con que aborda Blanchot cualquier cuestión: la de su origen, el "nacimiento del arte", a partir del comentario crítico del libro de Georges Bataille, La pintura prehistórica o el nacimiento del arte (1955), y la de su terminación histórica en nuestra época como museo, a partir de, sucesivamente, la Psicología del arte (1950), de André Malraux, y El museo inimaginable (1956), de Georges Duthuit, donde estos autores se contradicen acerca de lo que significa ese artificio moderno que recompone la historia como un collage y, sobre todo, su continua y expansiva reubicación del arte mediante la reproducción mecánica de su imagen. El más de medio siglo transcurrido desde la publicación de estas dos obras no ha hecho sino confirmar el imperio del museo como institución material y virtual, así como el triunfo absoluto de la actualidad como arrasador rasero del pasado, porque, como afirma agudamente en un momento Blanchot, "museo imaginario" y "arte moderno" son dos términos históricamente inseparables.

Pero ¿qué nexo o relación cabe establecer entre el nacimiento del arte en la cueva de Lascaux, que hoy se visita como un museo, y estas instituciones donde se conserva el pasado por lo que no fue, donde no estuvo y en un orden arbitrariamente anacrónico? "Lo que nos extraña, seduce y satisface en Lascaux", escribe Blanchot, "es el pensamiento de que estamos asistiendo al auténtico nacimiento del arte y de que el arte en su nacimiento se revela tal que podrá cambiar infinitamente e incesantemente renovarse, pero no para mejorar, que es lo que parece que esperamos del arte: que, desde su nacimiento, se afirme y sea, cada vez que se afirma, su perpetuo nacimiento".

¿Se puede hoy celebrar este nacimiento del arte como su "renacimiento" en el museo, que establece una sucesión progresiva de marcas para legitimar la última, que ha de ser siempre la mejor? ¿Es el arte, así, sin más, un producto de consumo, y, si lo es, cómo no ha de quedar consumido y consumado? En el último artículo de su recopilación, que se titula como el libro, Blanchot, a partir de la muerte de su amigo Bataille, escribe sobre la amistad, cuya última sentencia nos conmina a acompañar a la amistad en el olvido.

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