La batalla de la renovación
La apuesta de las elecciones presidenciales francesas concierne directamente a Europa. ¿Acaso Sarkozy, el amigo de José María Aznar y Silvio Berlusconi, se impondrá a Ségolène Royal, la amiga de José Luis Rodríguez Zapatero y Romano Prodi? ¿Acaso el nacionalista y atlantista Sarkozy se impondrá a la europea y universalista Ségolène Royal? Es evidente que no se puede simplificar hasta ese punto el enfrentamiento entre un candidato hijo de inmigrantes -una primicia en Francia- y una mujer candidata -primicia aún más espectacular-. Todo está cambiando en el país desde que comenzó la primera vuelta de estas elecciones, incluido el hecho de que ahora hay un verdadero partido centrista, el de François Bayrou, que representa una renovación de la tradición de Valéry Giscard d'Estaing, Raymond Barre y Edouard Balladur. Los tres candidatos actuales son mucho más jóvenes, más libres y han utilizado unas estrategias originales y a las que no estábamos acostumbrados.
Eso para empezar. Pero a continuación hay que pasar a toda prisa a un fenómeno de inmensa relevancia. Le Pen ha sido completamente derrotado. Para darse cuenta de la importancia del acontecimiento, sólo hay que releer lo que escribíamos todos al día siguiente de las elecciones de abril de 2002, cuando comprobamos que Le Pen había pasado a la segunda vuelta. No creo que, en mi ya larga carrera, haya escrito un artículo más alarmado y más consternado. Este país, el nuestro, de pronto se había convertido en un extraño. Entonces escribía: "Cuando caminas por la calle, ya no puedes evitar pensar que vas a cruzarte con un lepenista; a fin de cuentas representan un tercio de los electores". Algunos hasta pensaron en expatriarse. Así que ahora podemos respirar y detenernos un momento en este punto. ¿Es Sarkozy lepenista? Es más que probable. De hecho, ha sido eso lo que tan buen resultado le ha dado durante las últimas semanas. Pero, se diga lo que se diga, este adversario no es Le Pen. Evidentemente, hay otra cosa que en el extranjero parecen tener dificultades para reconocer. Esa otra cosa es la salud democrática de esta Francia que creíamos despolitizada, desencantada, recelosa ante todo lo que sonase a partido político, inmersa en un populismo que se resumía en el eslogan "Todos corruptos". Las pasiones que se enfrentan avanzan hacia la renovación. Las de Ségolène, Sarkozy y Bayrou son contradictorias y oponen a los que preferirían la oposición tradicional entre una izquierda y una derecha netamente definidas y a los que, alineados con Bayrou, quisieran acabar con la polarización.
Pero los debates no han dejado de proliferar: ante los televisores, en los mítines, los restaurantes y los círculos familiares. ¿Qué ha sido de la división entre la "Francia de arriba" y la "Francia de abajo", entre pueblo y élites, entre nación y dirigentes? ¿Qué ha sido de la oposición, del antagonismo intemperante entre los que votaron a favor y los que rechazaron el Tratado Constitucional europeo de 2005? ¿Qué ha sido, finalmente, del peligro del ascenso de los extremismos, ahora que Villiers ha desaparecido del mapa y el único motivo de orgullo de Olivier Besancenot es haber superado el 4,5%? Acabamos de dar un giro hacia una modernidad rejuvenecedora. Cada uno de los tres grandes candidatos ha protagonizado una ruptura más o menos grande con el aparato de su partido. Si no, que se lo pregunten a Ségolène. Al fin y al cabo, tal vez su principal mérito haya sido haber resistido las trampas y dardos de su propia familia política.
Después de maravillarse ante la importancia de una participación electoral que para ellos sigue siendo un sueño inalcanzable (rara vez superan el 50%, mientras que nosotros hemos llegado al 85%), los norteamericanos resumen así la situación: "Nicolas Sarkozy y Ségolène Royal acaban de triunfar en la primera vuelta de las elecciones presidenciales. El próximo 6 de mayo, los franceses se enfrentarán a una disyuntiva clara. El futuro presidente será un atlantista de centro-derecha que quiere que los franceses trabajen más y paguen menos impuestos, o una mujer que preconiza un programa económico de izquierdas y afirma su ambición de modernizar el partido socialista" (International Herald Tribune, 23 de abril de 2007). Es muy sumario, pero no falso. La alternativa es clara, pero cuidado. ¿Bipolarización? ¡Sea! ¿Una derecha que se asume a sí misma, se reafirma y pasa a la ofensiva? ¡Por qué no! Pero, en lo que se refiere a la izquierda y, más concretamente, a la de Ségolène Royal, ésta tiene que ser capaz de presentarse renovada, audaz, joven, para oponerse a una derecha pretendidamente clásica.
No es deseable que la derecha sea la única en liberarse de sus complejos. Por ejemplo, hay que comprender que para la iz
quierda los valores de solidaridad deben primar, pero no hasta el punto de eliminar los de la competitividad. Que la voluntad de repartir la riqueza debe ir siempre asociada a la obsesión de crearla. Que no hay que prometer ningún gasto que no venga compensado por el anuncio de un ingreso equivalente. Y, sobre todo, que nada debe recordar a los riesgos asumidos antes de las reformas de 1983, en el momento en que pretendíamos poner en práctica el socialismo en un solo país y hacíamos como si no dependiésemos de Europa, como hoy del mundo. En otras palabras, lo que la modernidad impone no es un combate tradicional entre una izquierda utópica y una derecha cínica, sino entre la cara nueva de la socialdemocracia y los nuevos ropajes del conservadurismo.
Algunos dirán que con esto entro en los problemas del ejercicio del poder cuando ahora se trata de conquistarlo. Y, ante unos sondeos que dan como claro vencedor a Nicolas Sarkozy, según ellos, esta batalla no debería conmocionar en absoluto a la izquierda. No comparto ese punto de vista. No sólo porque una afirmación de modernidad ya no puede asustar a nadie, sino porque seguramente tranquilizaría a esa clase media que, en buena medida, se ha alineado con François Bayrou e incluso, estoy seguro, con Nicolas Sarkozy. Los politólogos están convencidos de que la clase media es la principal víctima de la situación económica y de que la izquierda ha subestimado peligrosamente sus problemas.
Sobre otro de mis asuntos favoritos, el de la política de inmigración (lo mismo que sobre el de la seguridad), no se puede comprender a los franceses si no se comprende antes su esquizofrenia en la materia. Por una parte, la imagen del racismo, la xenofobia y el chovinismo rencoroso y arcaico de Jean-Marie Le Pen les han escandalizado; por otra, en el fondo, los franceses nunca han reflexionado íntimamente sobre las respuestas más convenientes a los argumentos del presidente del Frente Nacional. Nicolas Sarkozy ha comprendido la contradicción que choca con la razón de sus conciudadanos, sean del partido que sean, entre el hecho de recibir al mayor número de inmigrantes y la escasa preocupación por proporcionarles un trabajo, una vivienda y una integración lingüística. Pero, para no contrariar los prejuicios de su electorado, y al revés que François Bayrou, no ha sabido, o no ha querido buscar las palabras para subrayar la dimensión fraterna que hay tras la preocupación que debemos sentir por la suerte de aquellos a los que acogemos.
Jean Daniel es director de Le Nouvel Observateur. Traducción de José Luis Sánchez-Silva.
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