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Tribuna:¿ESTÁ LISTO EL PARTIDO DEMÓCRATA DE EE UU PARA GANAR LAS PRÓXIMAS PRESIDENCIALES? | DEBATE
Tribuna
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No hay Roosevelt a la vista

Pablo Salvador Coderch

Nacido en 1941, poco antes de Pearl Harbor, el primer recuerdo de Mike Honda es un campo de concentración donde él y su familia fueron internados -como otros ciento veinte mil ciudadanos estadounidenses de origen japonés- en virtud de la Executive Order 9006 dictada por el presidente Franklin D. Roosevelt. Después de la Segunda Guerra Mundial, Honda y su familia trabajaron en el campo californiano como recolectores, pero el joven Mike salió adelante, estudió e hizo carrera como maestro y gestor de escuelas públicas, auténtico pilar de la militancia demócrata. Hoy, Honda es miembro de la Cámara de Representantes por el Distrito 15º de California y vicepresidente del poderoso Comité Nacional Demócrata, organismo encargado de diseñar la estrategia del partido. No está mal pasar de niño pobre y sospechoso a barón del partido político más antiguo del mundo.

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La posición política de los Mike Honda de este mundo sobre la educación encarna la cruz y raya de su partido: siempre hay que gastar más en educación, pero jamás hay que evaluar sus resultados. Lo primero está bien; lo segundo, no, aunque explique cabalmente por qué un republicano nacido en Graz, Austria, Arnold Schwarzenegger, ha sido reelegido triunfalmente gobernador de California. Aquí, los votantes exigen saber qué se consigue con sus impuestos. Pero a los maestros de este país, mayormente demócratas, la mera idea de que su labor se sujetará a comprobación, les pone al borde de la apoplejía.

Sólo por cosas como éstas, no puedo garantizar que el Partido de Roosevelt vaya a ganar las elecciones presidenciales de 2008. Y ocurre que cuando, el próximo 20 de enero de 2009, el 44º presidente de los Estados Unidos tome posesión de su cargo, este país recordará 28 años de administraciones republicanas por 12 de demócratas.

Si los demócratas equilibraran programa y partido, ganarían con holgura: por causa de la guerra de Irak, la Administración de Bush está en las últimas y el sueño republicano de convertirse en la mayoría natural se ha esfumado.

Hay mucho por reequilibrar en esta nación de contrastes: su política exterior, que debe respetar culturas milenarias inmunes a la mejor tecnología militar; su política económica de pan para hoy y hambre para mañana, que debe corregir unos déficit presupuestario y exterior desmesurados; la miseria estridente de tantos norteamericanos sin seguro, tantos cuantos habitantes cuenta España; sus millones de desquiciados que duermen en calles o prisiones, cuando si se asignaran recursos gastados en cárceles a control y asistencia sociales, se evitaría que muchos hombres jóvenes -sobre todo adolescentes negros- acabaran en penitenciarías; su cuidado desigual del medio ambiente en este país extraordinariamente hermoso, pero dislocadamente suburbanizado...

Pero no hay Roosevelts a la vista. Antes bien, el Partido que Roosevelt unió, anda dividido: sus Blue Dogs, versión moderna de los demócratas conservadores del Sur, están a años luz de los izquierdistas del partido, como Howard Dean (1948), presidente del Comité Nacional; y ambos lo están del centrismo recalcitrante del extraño matrimonio Clinton. Todos se unirán, claro, para votar al candidato presidencial que resulte aclamado el año que viene en la Convención del Partido de Denver. Pero entonces el problema será convencer a los independientes para que voten al ticket demócrata. Costará, pues la maquinaria blindada del partido es terrible y su discurso suena como una campana rota: cuando habla de proteger a los débiles, chirría un discurso proteccionista, no protector; si afirma combatir todo género de discriminación, se les ve echar dados cargados; canta los derechos civiles, pero le arrojan a uno a los abogados de pleitos, principales contribuyentes a las arcas del partido y bien representados en la candidatura presidencial por John Edwards (1953), un litigador de éxito cuyo activo más notable es su mujer, enferma de cáncer y dotada de un coraje excepcional.

Otra mujer, la senadora por Nueva York Hillary Rodham Clinton (1947), es la candidata actualmente mejor situada para alcanzar la presidencia. Educada en instituciones de excelencia -alumna de Wellesley y Yale-, Hillary despliega recursos impresionantes, se apoya a medias en su partido y del todo en su afable marido. Pero, al oeste del Mississippi, genera muchísimo recelo.

Su némesis es el senador novato por Illinois Barack Obama (1961), negro de piel clara, un hombre telegénico y encantador que habla bien sin decir mucho y cuya formación es tan elitista como la de Hillary -Columbia y Harvard-. Obama y Clinton se neutralizan: él, un príncipe afroamericano que fácilmente ganará las primarias de California; ella, toda una reina demócrata que se hará con las de Nueva York. El problema estará en el medio.

Por eso, el partido de Roosevelt deberá contar con candidatos alternativos, en particular, entre los gobernadores, filón de presidentes. Destaca el de Nuevo México, Bill Richardson (1947), hijo de una mexicana y un político experimentado que cubre bien el centro del país.

Otros, como Joe Biden (1942), católico y viejo senador por Delaware, están peor situados. Bastantes presionan a Al Gore (1948) como tapado del partido, pero no está nada claro ni que consiguiera unirlo ni que esté por la labor.

Al final, el apocalipsis iraquí resolverá. Bush ha enviado a Bagdad a su mejor general, David Paetreus, y ha aumentado las tropas, pero los demócratas han estado divididos hasta en eso y ahora lo único que me atrevo a escribir es que si la situación empeora aún más, quienes se opusieron a la guerra desde el principio lo tendrán mejor que quienes, como Clinton, Edwards o Biden, la apoyaron. En octubre de 2002, meses antes de que estallara la guerra, a un desconocidísimo Barack Obama le refulgió una frase: "No estoy", dijo, "en contra de todas las guerras. Estoy en contra de las guerras estúpidas".

Pablo Salvador Coderch es catedrático de Derecho Civil de la Universitat Pompeu Fabra.

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