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Columna
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Ciudades y élites

Estamos sin ciudad, una ciudad. Como tener, tenemos siete pequeñas ciudades y muchas villas y pueblos. Contra la idea de que Galicia es país rural, nuestro territorio histórico alberga numerosas poblaciones con cientos y miles de años de historia. La propia Compostela es una de las ciudades europeas fundadoras de reinos. Somos país de ciudades desde siempre, pero hemos fracasado en crear la ciudad contemporánea. El galleguismo republicano imaginó una Galicia posible y teorizó en los años treinta del siglo pasado un modelo de país articulado en siete ciudades. Sería un territorio equilibrado entre el campo y la ciudad, con la pesca y el campo como base para nuestra industria. No pudo ser, lamentablemente perdimos también ese tren en estas décadas pasadas.

Y seguimos con estas siete ciudades que han crecido, pero siguen siendo pequeñas. Ninguna de ellas se ha transformado en una urbe como Madrid o Barcelona. La transformación del Madrid ciudad provinciana pero capital política en lo que es hoy fue posible gracias a las energías del conjunto del Estado. Barcelona lo hizo, y lo hace, por sus medios, por un proceso propio. Aquí ni tenemos un Estado que catalice y atraiga a una capital energías humanas y económicas, como Madrid, ni una gran ciudad capaz de crear estrategias de crecimiento propias, como Barcelona. Porque es Barcelona quien imagina Cataluña, el país histórico, social, político.

¿Hay otros modelos de país posible que no sean los creados alrededor de una gran ciudad? Puede ser, en Europa hay países de varias ciudades. Pero nuestro problema es que no tenemos ninguna capaz de crear la masa crítica necesaria. Masa crítica urbana: la urbe compleja y moderna que crea los cuadros, la inteligencia colectiva para dirigir un país. Y estamos encerrados en nuestra cárcel: el localismo provinciano. El localismo nos ha hecho perder tantos años de autonomía política y fondos europeos que habrían sido decisivos para salir de nuestro atraso global.

La causa y también el efecto de esta desarticulación localista es que tampoco existen élites gallegas. Hay empresarios y ricos de una u otra ciudad, pero sería equivocado llamarles "clase dirigente". Tampoco existe un mundo profesional o intelectual consistente que se atreva a imaginar el país y exprese las tareas sociales que debemos afrontar; nuestra cultura tópica y la tendencia a escondernos de la vida en las instituciones es proverbial. Es por ello por lo que algunos confiamos tanto, realmente demasiado, en la política como el único recurso para romper la inercia histórica y mejorar nuestra situación en el mundo. No hay élites que se unan para crear una dirección, una cabeza colectiva, y es así que nuestras famosas siete ciudades y decenas de villas y pueblos, cada uno con sus intereses particulares y encontrados, se tornan en la bola y cadena que arrastramos atada a nuestra pierna. Ya no hablo de ese engendro decimonónico de las diputaciones.

Ahora mismo Barcelona y toda Cataluña está unida en un objetivo estratégico: la ampliación de su aeropuerto, el quinto del mundo que más crece, y evitar que Aena, desde Madrid, les impida construir su propio modelo de aeropuerto. Saben que el transporte aéreo es ya la gran vía de comunicación, la gran infraestructura del mundo globalizado. Nuestro modelo de comunicación aérea son tres aeropuertos que compiten entre sí y ninguno es el instrumento que precisamos, esa gran autopista que debiera multiplicar los millones de viajeros. Tenemos en marcha un complejo mapa de tren rápido, varios puertos, uno pegado a otro, y tres aeropuertos, pero si no hay un proyecto colectivo de país y si no hay una dirección política efectiva no tendremos nunca un gran aeropuerto. Está claro que Compostela no podrá ser nunca puerto marítimo, pero es aquí donde tenemos que apostar por una gran vía aérea para un país. No porque interese a una ciudad particular, sino al país. No hablo de aviones, hablo de ser un país.

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