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Columna
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La felicidad

La felicidad que buscamos en la vida ha dejado de ser una categoría filosófica para convertirse en un indicador socioeconómico más, como el PIB o el número de dentistas por cada mil habitantes. El enigma del deseo, la melancolía y la ambición humana que ha llevado de calle a presocráticos y platónicos, utópicos y escépticos, racionalistas y románticos ha quedado reducido a un simple episodio de bioquímica que se mide en dosis de dopamina. Al parecer existe una región en las profundidades del cerebro donde bulle esta sustancia milagrosa que hace brotar la sonrisa como la luz de un metal recién cortado. No se trata de mera satisfacción como la que podemos sentir ante cualquier suceso cotidiano, sino del sortilegio original que sólo tienen las cosas que ocurren por primera vez: el primer hijo, el instante solitario en el que nace una novela, entrar en la casa caldeada de un amigo después de haber atravesado una carretera invernal. Cada goce inicial contiene el misterio de un copo de nieve suspendido en el aire.

Las primeras constituciones burguesas incorporaron en su preámbulo la búsqueda de la felicidad como una aspiración democrática, aunque lo cierto es que la palabra happiness en su trasfondo anglosajón contiene un matiz de prosperidad ligado siempre al concepto de beneficio. Pero hablar de felicidad en países donde la gente vive con menos de un dólar diario podría parecer indecente. Existen todavía muchos lugares en el mundo donde la moral calvinista no traspasó la costra de la economía. El periodista Rydzard Kapuscinsky nos ha dejado crónicas estremecedoras sobre algunos poblados de África sumidos en la más absoluta miseria donde la gente por la noche, saca el tambor a la puerta de la choza y se pone a cantar y a bailar por el puro placer de estar vivo. Esta noción de felicidad se halla pegada a un sentimiento primigenio, sin duda olvidado ya por los descendientes de aquellos Pilligrim Fathers, quienes llegaron muertos de hambre a la Tierra Prometida y hoy desde su despacho de Wall Street no admiten más alegría que la de un balance bien cuadrado.

Claro que hay muchas clases de felicidad. A los países pobres, Dios suele recompensarlos con un sol de justicia, una dieta baja en colesterol y pozos de petróleo para que los americanos puedan desarrollar con ellos su teoría de los ciclos Kondratiev.

Rober Lane, profesor de Ciencias Políticas en la Universidad de Yale, ha escrito un libro titulado La perdida de la felicidad en las democracias de mercado, en el que lleva a cabo escrupulosas mediciones, diagramas, tablas y valencias para llegar a la misma conclusión que cualquier autor de culebrones venezolano: los ricos también lloran.

Según este estudio, podría decirse que la riqueza viene a ser a la felicidad, lo que los años son a la vida. Porque a partir de cierta edad una imagen feliz sólo se puede hallar en el pasado. El escritor Juan Marsé contaba en una entrevista la alegría que le produjo su primera novela, mientras trabajaba a destajo en un taller de joyería sin un duro, escribiendo de madrugada. "Pero nunca he vuelto a sentir aquella felicidad salvaje de chaval, nadando en las albercas y cruzando los campos en pelotas". Ya lo escribió con parecidas palabras un poeta en la nieve de otro tiempo: de niños, qué sucios íbamos, pero qué limpios éramos.

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