Excavador de identidad
Leer a Peter Carey, todo un clásico contemporáneo, resulta casi siempre una experiencia estimulante, sus trucos, pastiches, narradores engañosos y narcisos -que se reflejan de vez en cuando en el espejo de Nabokov- y juegos con las apariencias y con la tradición surten su efecto y sacuden al lector. El autor de Oscar y Lucinda (1988) y La verdadera historia de la banda de Kelly (2001), novelas con las que ganó por partida doble el Booker Prize consagrando su prestigio internacional, acaba de elevar su estilo a la segunda potencia con Robo, una valiosa historia satírica, desquiciada y deslenguada que escarba en la identidad australiana como lo hacen sus novelas anteriores, en la que anida también su vocación de explorador de sentimientos y que revolotea por el mundillo del arte revelando esas mezquindades, imposturas y frivolidades entre las que el escritor de Victoria se mueve siempre como pez en el agua. Carey construye su rompecabezas argumental con Marlene Cook, una crítica de arte neoyorquina con zapatos de Manolo Blahnik que en su día quemó su instituto (sic) y que es nuera de Jacques Leibovitz -célebre pintor cubista que Carey se saca de la chistera con la mirada puesta en Picasso y sus inextricables asuntos sucesorios-, Michael Boone, un pintor obsoleto al que Marlene insuflará nueva vida y Hugh, el hermano disminuido de Michael, gordo y verborreico, con su silla y su emparedado de pollo, cuyos monólogos delirantes van derramando atractivas pero absurdas referencias, sagaces críticas del sistema, monstruosidades verbales, golpes de efecto cómico y fantasías disfrazadas de lucidez. Este triángulo imposible, neurótico y un tanto paranoico, lleva de la mano al lector a través de un viaje tragicómico y pasado de vueltas por los entresijos de marchantes, viudas alegres, genios del arte, galeristas, críticos reales entre entes de ficción (Herbert Read o Robert Hughes), amantes y bandidos que bailan en Australia, Nueva York y Japón en torno a robos, autentificaciones y vanidades ilimitadas. Carey fabula sobre el arte y sobre el amor pero escribe por amor al arte, al arte de escribir.
ROBO. Una historia de amor
Peter Carey
Traducción de Cruz Rodríguez Mondadori, Barcelona, 2007
312 páginas. 18,90 euros
Robo. Una historia de amor relata, efectivamente, una historia de amor que en apariencia es la del obsesivo y temperamental Michael Butcher y la bella experta escapada de un blockbuster de Hollywood, cuando en realidad es la de los dos hermanos, la historia del auge, la caída y el amor de los dos Boone, personalidades antagónicas que, como polos opuestos enfrentados por el lenguaje de sus propios monólogos contrapuestos, crean la tensión que la novela necesita para aliviar al lector de una intriga laberíntica y en ocasiones sencillamente disparatada.
Los protagonistas de Carey traen a la memoria los personajes que concibió Steinbeck en De ratones y hombres. Las minusvalías de Hugh, y sobre todo su excéntrico modo de emplear el lenguaje, su imprevisibilidad verbal, lo emparentan con el impagable Benjy de El ruido y la furia de Faulkner y salta a la vista, conocida la complicidad de Carey con la tradición narrativa y su admiración por el gran novelista sureño, que la estructura de monólogos alternados es deuda contraída con Mientras agonizo. A poco que el lector se asome a la biografía del autor australiano, advertirá además que entre los pequeños equívocos sin importancia que tejen la novela se encuentra el de la coincidencia biográfica del autor con su personaje protagonista, añagaza que genera nuevos alicientes a la vez que contribuye a subrayar la fama de prestidigitador de historias que Carey se ha ido ganando a pulso.
La trama de Robo resulta un
galimatías cercano a la mera farsa, trufada de vericuetos, episodios rocambolescos, trampantojos, vueltas de tuerca, devaneos y tribulaciones gratuitas que sólo pretenden desplegar en todo su esplendor el dominio narrativo de Carey y su proverbial talento para confirmarnos que la realidad la construye el lenguaje. Robo es una delicia lingüística nacida del dominio técnico del monólogo interior -y de sus intensidades emocionales- y trufada de violencia verbal, acuñaciones surrealistas, pirotecnia y teatralización verbal, slang sin reparar en gastos -Carey es un hueso duro de roer para todo traductor- poderosas imágenes y ludismos ortotipográficos con los que el autor modela la personalidad de sus locuaces héroes. La intriga cumple sobradamente con su deber, pero no deja de ser el pretexto que sostiene (o la llave que desenmascara) el verdadero valor de la novela: proclamar a voz en grito que somos lo que pensamos, y que pensamos en la medida en que lo transmitimos, esto es, ¿somos lo que decimos? Lenguaje e identidad, ésa es la cuestión.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.