Antes que cante el gallo
Fue verla y acordarme de que ya estamos otra vez inaugurando túneles y pantanos, bendiciendo rotondas y glorietas, visitando geriátricos y comiendo la sopa boba de los centros de acogida. Pero fue mucho más allá la imagen. Esperanza Aguirre, con el casco en la cabeza, mitad Honecker, mitad marquesa, avisando que ya están aquí las municipales y que para el ladrillo (ni ballenas, ni acacias, ni palomas) se presenta otro esplendoroso periodo de especulación sin límites, de apropiación sin escrúpulos, de licitación a espuertas... Perdonen el lapsus madrileño, pero estaba en la perpetua rotonda en la que nos hemos convertido por estos pagos cuando decidí escribir sobre las municipales. Sí señores, ese paisaje berlanguiano de mítines por doquier, llamadas en la puerta, encendedores sin mecha, pegatinas que se pegan en los mostradores de las tabernas, autobuses con derecho a bocadillo de queso de barra, niños con sueño, abuelos con boina y banderas de España, de Galicia, del Dépor, de la República... Municipales, nombre que me trae fantasmas de la dictadura cuando los munícipes eran en mi pueblo un Lejano Oeste sin piedad: un alguacil montado en un velosolex, un juez de paz que firmaba con el índice, un falangista que enseñaba deporte a los niños, un boticario de bigotes amarillos de nicotina, un funcionario de caja de ahorros, un hombre con un ojo de cristal que pagaba la pensión agraria... Hombres que pertenecían al Movimiento, hombres que clamaban por la trinidad fascista de familia, municipio, sindicato y que pasarán muchos años hasta que le saquemos la sombra del yugo y las flechas a la pared.
Perdonen, pero fue verla en el cartel y se me cayó en la cabeza un muro de lamentaciones, una tonelada de ladrillos, verla y recordar aquel erial perpetuo que era el Ayuntamiento. El sonido distante de las máquinas de escribir Olivetti, el carboncillo del papel de calco, el cenicero atiborrado de colillas húmedas que se almacenaban hasta constituir un pequeño atolón de filtros enganchados a otros filtros, mientras los aldeanos entraban temerosos de cualquier expropiación, multa o transfusión sanguínea bajo aquel escudo imperial, bajo aquel yugo y aquellas flechas que hablaban de la santa cruzada en un castellano áspero como un escupitajo en medio de los ojos. Por eso ahora, en tiempos de paz y de esperanza, al menos para la mayoría de los contrincantes, me gustaría sugerirles que no fumen, ni escupan, ni se apoderen de aquel salón donde los retratos hablaban en soledad sobre la futilidad del poder y la inutilidad de las banderas. Por eso, ahora, a más de un mes de que Galicia se suba al panteón de los mítines y recuerde lo bien que vendrían el voto de los muertos o la compasión de los emigrantes, el amor de las viudas y el favor de los nuevos empadronados, sería necesario que un juez de silla les recordara a todos que antes de meterse en la cocina laven bien las manos, que antes de emprender la obra miren bien de dónde sopla el viento, que antes de abrir la boca laven los dientes, porque venimos de aquel espanto del que todavía, señor alcalde, no estamos curados del todo, de aquella larga noche de piedra.
Por favor, hagan las menos promesas posibles, mejor dicho, no prometan nada, no llamen a bailar a los minusválidos, ni ofrezcan la eterna juventud a los ancianos, ni prediquen el Evangelio cuando lo que la mayoría de ustedes desea es recalificar el terreno del paseo marítimo, desclasificar a los homosexuales, llamar a la peluquera de Arcade a pregonar la fiesta, derribar la estatua de su predecesor, erigir un polideportivo que lleve el nombre de una víctima del terrorismo y sobre todo, llorar, llorar por esos muertos que ya no pueden votar, ni formar inmensas mayorías, ni dar su brazo a torcer. Procedan en silencio, queda mucho por hacer, por limpiar, por construir, si alguien está dispuesto a hacerlo desde la humildad que lo haga, pero, por favor, no agarre la manguera de incendios, ni se ponga el casco de obras, ni hable con los taxistas, ni opine sobre la cría del mejillón, ni regale relojes de pulsera, porque simplemente no tiene porque demostrarnos todo lo que usted está dispuesto a hacer por nosotros.
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