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¿Quién mueve los hilos?

"George Bush e Israel están intentando superar los movimientos de resistencia en Líbano, Palestina, e Irak promoviendo la guerra civil". La frase es de Hassan Nasralá, líder religioso de Hezbolá, y la pronunció en Beirut el pasado enero con ocasión del final de la fiesta de la Achura. Y lo cierto es que los principales actores políticos de Oriente Medio -no sólo Estados Unidos e Israel- están moviendo los hilos de los enfrentamientos comunitarios, lo que va en detrimento de la resistencia a la ocupación. En Líbano, Hezbolá, junto con el Movimiento Patriótico Libre del general maronita Michel Aoun, mantiene un pulso con el Gobierno prooccidental de Fuad Siniora para que dimita o acepte formar un gobierno de unidad. Más allá de la división entre antisirios -aglutinados en torno al Gobierno de Siniora- y prosirios -aglutinados en torno a Nasralá y Aoun-, ese pulso divide a las comunidades -incluso internamente como sucede con los cristianos maronitas- libanesas.

De hecho, desde la revolución iraní de 1979, Teherán y Riad, los dos principales referentes del chiísmo y el sunismo, mantienen una pugna soterrada por la hegemonía del Golfo y del mundo musulmán. Pero, como demuestra el caso de Irak, una vez abierta la caja de Pandora de los enfrentamientos comunitarios es muy difícil volver a cerrarla. De ahí que Arabia Saudí e Irán hayan intentado recientemente una aproximación para poner fin a los mismos. El problema es que hace tiempo ya que son varios los actores que pescan en esas aguas revueltas. El caso de Irak resulta esclarecedor como apunta Jean-Pierre Filiu (Les frontières du jihad, 2006).

La invasión anglo-norteamericana de 2003 dio lugar a un movimiento de resistencia nacional en el que participaron decenas de organizaciones políticas, religiosas y tribales a las que, muy pronto, se unió la que después sería la rama iraquí -aunque dirigida y formada por árabes extranjeros- de Al Qaeda. Esas decenas de grupos conforman la resistencia suní, que con la invasión y la captura de Sadam Husein, recuperó el capital simbólico del nacionalismo árabe; y la resistencia chií, que culminó en la sublevación de 2004 para aceptar después una redistribución del nuevo poder en beneficio de su mayoría demográfica. Paralelamente, se desarrollaba la rama iraquí de la yihad global de Al Qaeda, profundamente antichií, que alimenta los enfrentamientos comunitarios -como hace años que viene haciendo en Pakistán- para impedir la estabilización política del país y recuperar así el santuario perdido en Afganistán. La resistencia suní participó inicialmente en los ataques contra la población chií, pero, tras las primeras elecciones, el peligro de verse marginados políticamente llevó a los grupos mayoritarios a condenar dichos atentados, a enfrentarse con Al Qaeda y a optar por participar en el nuevo sistema político. Sin embargo, Al Qaeda ya se había hecho fuerte en algunos bastiones suníes y, a la vista de los atentados que se producen diariamente, está claro que no se han logrado desactivar los enfrentamientos comunitarios en los que participan milicias de ambas comunidades y Al Qaeda.

La situación actual es fruto de la invasión y de la decisión inicial de desmantelar el Estado, lo que proporcionó miles de voluntarios (antiguos militares, funcionarios y miembros del partido Baas) a los primeros grupos de la resistencia. Después, la continuación de la ocupación y las injerencias de Al Qaeda y de diversos servicios secretos consolidaron la inseguridad y la inestabilidad política hasta llegar al callejón sin salida en que se ha convertido Irak. Según el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), que ha convocado una reunión internacional en Ginebra sobre Irak para mediados de este mes, los desplazados internos ascienden a 1,9 millones de personas, mientras los refugiados en países vecinos (particularmente Siria y Jordania) son dos millones. A ello hay que añadir algo más de un centenar de víctimas diarias, en su mayoría civiles y miembros de las fuerzas de seguridad iraquíes.

Hace tiempo, pues, que Al Qaeda y diversos gobiernos con intereses en la región están alimentando los enfrentamientos comunitarios. Es un juego peligroso y diabólico en el que la religión se utiliza como argumento de legitimación para ocultar los intereses materiales y políticos que mueven los hilos de un enfrentamiento fratricida -con ramificaciones esporádicas también en Irán, Arabia Saudí y Pakistán- que parece fuera de control. Está en juego el futuro no sólo de la región sino de la estabilidad mundial. Es por eso que no hay una solución iraquí, sino que ha llegado el momento de abordar una solución global a los conflictos de la región: desde Palestina a Irak y Líbano. Esa solución global debería ser avalada por Naciones Unidas y la Liga Árabe y requeriría del concurso de los países afectados y de Estados Unidos, Israel, Irán, Arabia Saudí y Siria. En esta línea adquieren una particular significación la reciente apuesta de la Liga Árabe por recuperar el Plan de Paz saudí de 2002 para solucionar el conflicto de Palestina y la reunión del pasado 10 de marzo en Bagdad de representantes del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas -incluido Estados Unidos-, de la Liga Árabe y de Irán, Arabia Saudí y Siria para encontrar una salida a la situación en Irak. La continuación a un más alto nivel de estas iniciativas dará las pautas de si estamos ante unos ejercicios vacíos de contenidos o si, por primera vez, hay un margen para la esperanza. Lo único cierto es que los enfrentamientos comunitarios sólo benefician a Al Qaeda y a intereses de corto alcance. Es hora, pues, de volver a la política para solucionar los conflictos derivados de la ocupación y del sometimiento de Oriente Medio a voluntades ajenas a la región y a sus habitantes.

Antoni Segura es catedrático de Historia Contemporánea y director del Centre d'Estudis Històrics Internacionals (CEHI) de la Universidad de Barcelona.

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