Tiempo de víctimas
Es difícil abordar este asunto sin sentir un cierto malestar: ¿cómo echar una mirada fría sobre lo que sólo debería ser el ámbito de la sensibilidad, de la compasión, de la empatía? Sin embargo, es conveniente intentar analizar desde ya lo que se ha convertido en uno de los fenómenos más novedosos y característicos de nuestra sociedad. Es lo que han intentado una psicoanalista y un abogado en su libro Tiempo de víctimas, de reciente publicación
[Le temps des victimes. Caroline Eliacheff, Daniel Soulez Larivière. Ed. Albin Michel].
Las víctimas se agrupan, evidentemente, en varias categorías. El caso que nos interesa es el de las víctimas de accidentes, naturales o provocados, del tipo tsunami, Prestige o Erika, o de atentados, víctimas de las cuales se hacen cargo colectivamente unas asociaciones que hablan en nombre de cada una de ellas. A partir del momento en que hay pérdida de vidas humanas, no corresponde ya a la víctima defenderse sino a todos quienes sufren el duelo de un pariente, un sufrimiento siempre atroz, injusto. Estas personas que sufren son las víctimas a las que nos referimos. Son ellas quienes suscitan empatía, compasión y, a menudo y a causa de la explotación mediática que se hace de sus casos, la sensiblería.
Hace mucho tiempo que la manifestación exterior del duelo ha desaparecido de nuestras sociedades occidentales. Ya no hay gritos ni llantos de lloronas, ni comidas con parientes, amigos y vecinos. El duelo es a menudo solitario y cae en desuso, incluso el velar el cuerpo. Para manifestar una solidaridad real u obligada, son las asociaciones, espontáneas u organizadas, las que han reemplazado el entorno natural.
Así, el primer consuelo proviene de psicólogos y abogados, casi siempre propuestos de entrada por una asociación. Se trata de todo un aparato social que entra en acción y que, si bien se dirige a cada individuo, se ocupa no obstante de toda una colectividad, dispensando más o menos el mismo trato, proponiendo más o menos las mismas soluciones para paliar el drama. En esta nueva configuración, la víctima que un colectivo toma a su cargo, posee un estatuto, una nueva posición social, con sus múltiples ventajas, no sólo materiales. Pero es posible imaginar cuál será una de las primeras consecuencias de esta delegación de responsabilidades por parte de la víctima: una suerte de retirada, de encerrarse en sí misma en el mismo dolor, devuelto como un eco por cada miembro de la asociación, como una especie de caja de resonancia. El duelo privado, si no se esfuma -¿cómo podría esfumarse?- cede muy a menudo el sitio al duelo colectivo. Una alternativa podría muy bien ser, al contrario, respetar más el ámbito privado del duelo, abrir al individuo a la sociedad, ayudarlo a tomar distancias. Alentada por la atención constante que recibe por parte de los medios, de los que se convierte en presa predilecta, como por las ayudas psicológicas y materiales reales que se le proponen, la víctima se acoge a un nuevo estatuto asimilable a un derecho absoluto. La distorsión del estatuto de víctima ha llegado a tal punto que existen hoy asociaciones de defensa de los militares americanos víctimas de un daño psicológico por haber torturado presos en Abu Ghraib o Guantánamo.
Verdadero héroe moderno, la víctima es tanto más respetada cuanto más grande haya sido el crimen. Su inocencia es tan perfecta que inspira cierto sentimiento de culpa en todos quienes, mayoritarios, no han sufrido los efectos del crimen. Y su prestigio es tan grande que será utilizado, por ejemplo, por las estrellas del cine y de la música -sinceras, sin duda-, ya que apoyar a las víctimas de un atentado o de un cataclismo contribuye a sus imágenes y no puede sino añadir algo, un aura, a sus carreras. Es inimaginable manifestar la mínima reserva ante semejante compromiso. Tanto más, puesto que, en general, lo que caracteriza hoy a quienes no han sufrido el drama es una suerte de catatonia, de mutismo, una ausencia total de crítica. Sin embargo, por cierto, un drama de la magnitud del 11-S o del 11-M afecta violentamente al conjunto de la sociedad. Basta recordar el abatimiento profundo de la población neoyorquina o madrileña en los días siguientes al atentado.
La utilización moderna de la compasión ha servido, no obstante, para crear nuevos conceptos internacionales, como el del derecho de injerencia, o bien organizaciones como Médicos del Mundo, Médicos sin Fronteras o bien una justicia penal internacional dotada de tribunales propios. Una nueva sensibilidad a los Derechos Humanos marca nuestra época, por difícil que sea apreciar sus frutos.
La institucionalización del estatuto de víctima se basa en realidad en una confusión entre lo íntimo y lo social. Esta nueva organización social, nacida de la desaparición de la frontera entre lo público y lo privado, sometida a todas la explotaciones políticas y mediáticas, ¿es verdaderamente útil para el individuo? Verdadero héroe moderno, la víctima, como todas las celebridades modernas, no deja de quedar privada de autonomía real, condicionada, si no manipulada.
¿Es útil para la sociedad? Es lícito cuestionarlo, cuando asociaciones de utilidad social, creadas para defender intereses comunes, se transforman en grupos de presión cuyos portavoces expresan de manera únicamente política sus reivindicaciones, se manifiestan no en defensa de sus intereses sino en contra de opciones políticas gubernamentales, sirviéndose de medios económicos desproporcionados con respecto a los resarcimientos otorgados a las víctimas por el Estado. Es indignante ver en esas manifestaciones de así llamadas víctimas el uso de eslóganes políticos bajo banderolas políticas cogidas de ciertos partidos políticos. En este juego de prestidigitación, el ciudadano puede legítimamente preguntarse dónde han ido a parar las víctimas verdaderas.
Por su parte, sirviéndose del miedo a la inseguridad -inseguridad ciudadana, atentados terroristas- como palanca para obtener el apoyo a su política o para obtener votos en las elecciones, el poder nos pone a todos en condición de víctimas potenciales y juega con nuestra reacción emocional ante un supuesto peligro.
Es altamente arriesgado mezclar la política con la compasión. La explotación de la emoción popular después del 11 de septiembre es lo que ha permitido a los ciudadanos de Estados Unidos apoyar la invasión de Irak. También la situación inextricable de Oriente Medio se basa en un estado emocional nutrido permanentemente, una victimización reavivada por todas las agresiones perpetradas por ambos bandos y que se perpetúa hoy de generación en generación. Una fuerza política nacida del poder de la emoción no se propone objetivos racionales. De ahí que pueda ser altamente nociva para la sociedad. Tampoco sirve para lo que debería ser la finalidad de toda asociación de víctimas, es decir la reconstrucción de la persona, de lo íntimo.
Nicole Muchnik es pintora y escritora.
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