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Columna
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Pensando en la mona de Pascua

El otro día, mientras circulaba por los cerros de Úbeda, no pude evitar ponerme a pensar en la mona de Pascua. Puede parecer una hipérbole para describir el colmo del despiste, el súmmum de la divagación; pero no, era literal. Venía de Baeza, conduciendo entre los espléndidos olivares de la sierra Magina. No estaba perdido, el GPS marcaba la ruta y aún me dejaba más margen para empanarme y pensar en la dichosa mona de Pascua. Mi cabeza rememoraba el inesperado torneo de futbolín en el que la noche anterior me vi sumergido junto a un colega de Madrid. Durante más de una hora, partida tras partida, resistimos como jabatos frente a los mejores jugadores del bar, hasta que, ¡ay!, fuimos destronados por dos jóvenes leones. Después de felicitarlos les invité a una copa y brindé por Alejandro Finisterre, el republicano que inventó el futbolín, fallecido apenas un mes antes. La verdad es que no supe de él hasta que en la necrológica de Juan Cruz leí que había sido el albacea del poeta León Felipe. En el bar sonaba Bruce Springsteen y ante mi sorpresa el delantero del equipo rival contestó al brindis con un sentido "no me jodas" mientras se ponía a cantar en gallego "Ano 37 guerra civil / Alexandre de Fisterra inventa o futbolín". Por lo visto es una canción que hizo famosa el grupo Os Diplomáticos de Monte Alto en la televisión gallega.

Para aquellos que de niños leíamos el TBO, la palabra invento siempre ha tenido una connotación divertida. Los famosos inventos del profesor Franz de Copenhague eran toda una invitación a la ciencia del absurdo como práctica puramente recreativa. Alejandro Finisterre inventó el futbolín para hacer más felices a otros jóvenes que como él se recuperaban de las heridas de guerra en un hospital de Valencia. El inolvidable Jaume Perich decía que el inventor de los pantis había sido Leotardo Da Vinci. No, pero casi, porque entre los muchos inventos curiosos del sabio renacentista se encuentra unas tenacillas para picar los ajos que los cocineros conocen como "el Leonardo", o una recolectora agrícola de efectos tan letales que acabó reconvertida en máquina de guerra.

No sé si es por esa pulsión infantil, o por alguna otra extraña razón, pero hay noticias sobre investigaciones e inventos que me producen una satisfacción que va más allá de lo racional. El pasado mes de diciembre la revista Nature publicó una investigación sobre un niño faquir que había permitido descubrir el gen del dolor. Aunque la investigación es de gran importancia porque permite desarrollar nuevas generaciones de analgésicos, a mí me fascina su poética colateral, la historia del niño que caminaba sobre carbones ardiendo y se clavaba cuchillos en los brazos hasta que murió al arrojarse desde un tejado. ¿Investigarán los genes de los penitentes de la Semana Santa española?

Badenes. Reduzco la velocidad mientras sigo amasando la mona de Pascua. Hace poco más de un año un equipo científico de la Universidad de Minnesota consiguió curar diabetes en monos con células pancreáticas de cerdo. Prometen que en un par de años comenzarán las investigaciones con humanos, mientras en la Universidad Nacional de Taiwán anuncian la exitosa producción de cerdos con genes de proteína verde fluorescente, con aplicaciones en la investigación médica para la regeneración de órganos e ingeniería de tejidos. El invento nos mudará la color, pero puede ser una solución ante la dramática escasez de donantes humanos.

Curva cerrada a la derecha y me viene a la cabeza una investigación que están desarrollando en Atlanta, donde han descubierto que transfiriendo un solo gen (el del receptor de la vasopresina) al sistema de recompensa del cerebro se puede convertir en monógamos a ratones de campiña, que a diferencia de los ratones de pradera, son monógamos. Orate frates, alegría en el Vaticano.

Pero para invento curioso, me digo, el que están desarrollando en la universidad Carnegie Mellon, en Pittsburg (Pensilvania), donde están investigando un dispositivo de traducción simultánea automático. No traducirá voces, sino que captará los movimientos de la boca y los convertirá en la misma palabra en otro idioma. De momento el aparato lo están programando para que traduzca del español al inglés. Pero estoy convencido de que no sería difícil desarrollar en Valencia un sistema que permitiera a Francesc Camps susurrar algo en valenciano a José Montilla y que éste lo oyera en catalán y viceversa. No sé por qué tengo la intuición de que además no sería caro. En fin, creo que me voy a volver a los cerros de Úbeda, aunque sólo sea a comerme la mona de Pascua.

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