Valencia y el mar
Más allá del evento deportivo y sus impactos mediáticos y económicos, nada despreciables pese al carácter elitista de la competición, uno de los principales efectos colaterales de la Copa del América es que ha abierto Valencia al mar. No es que la ciudad hasta ahora haya vivido de espaldas al mar, como gustan de matizar a la mínima, acaso bajo el síndrome lírico de Hölderlin, no pocos sociólogos de secano y otros tantos metafísicos de cooperativa (que es el camino azagador de lo otro). Con todas las especificidades, subrayados, mohines y cursivas que se quieran, la relación de los valencianos con el mar (como recurso económico, lúdico, literario o plástico) puede haber sido discontinua, aunque siempre intensa y determinante. Ahí están el Consolat de Mar, las vísperas sicilianas, el monopolio mediterráneo del azúcar de remolacha de los Centelles, Ausiàs March, Tirant, el puente marítimo naranjero entre Valencia y Liverpool, Blasco Ibáñez, Sorolla, Vicent o la empalizada de contenedores de China Shiping que asedia a la ciudad. Sin embargo, en el último siglo, que es cuando las playas se convierten en un valor y el epicentro peninsular descubre el fenómeno y lo asume con la ansiedad de la distancia, se forja la idea exógena de que Valencia vive de espaldas al mar. Quizá porque era negativa, y en consecuencia muy acorde con la orfebrería pulverizadora indígena, se la apropiaron diversas instancias locales, que la han repetido y solemnizado hasta casi conferirle resonancias de axioma. Valencia puede haber vivido lejos de un mar (las tres leguas fundacionales de Escolano) que además, como si se tratara de una conspiración geológica, se le ha ido alejando cada vez que los sedimentos arrastrados por las frecuentes avenidas de agua se iban acumulando y fijando en la costa. No es la ciudad la que ha vivido de espaldas al mar, sino el puerto, en aplicación de su exclusivismo administrativo y su imponente crecimiento, el que ha vivido de espaldas a la ciudad, amplificando con su muro de delimitación y separación la sensación de una barrera psicológica entre la ciudad y el mar que, sin embargo, no se producía con respecto a las playas. Ese parapeto empezó a tambalearse con la designación de Valencia como sede de la 32 Copa del América y las obras de adecuación al evento han terminado por derribarlo. La ciudad ha redescubierto una parte del mar que le ocultaba el puerto industrial. Lo acaba de recuperar y ya lo ha convertido en un distintivo irrenunciable y ampliable.
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