Tigres de papel
En la calle de Larra, periodista imperecedero en tan mutante género, se exhibe, discretamente, son malos tiempos para el periodismo, una muestra fotográfica que resume en 170 imágenes la trayectoria (1926-1971) del diario Madrid, que no cumplió el medio siglo porque fue literalmente erradicado, demolido, volada su sede por decisión suprema del poder omnímodo e impune del general Franco y de su primer vicario, el almirante Carrero Blanco, que volaría, en sentido literal también, unos años después. "No hay mal que por bien no venga", diría, epigramático y ambiguo, en sus honras fúnebres, su mentor y benefactor, generalísimo y excelentísimo. La espoleta que activó el mecanismo que haría saltar por los aires la sede del periódico madrileño, así me lo contaron, fue un artículo editorial en el que se especulaba sobre la retirada de la política activa del general De Gaulle, retirada que al autor del texto le parecía altamente recomendable, de la de Franco no se hablaba, claro, pero los censores ya sabían por dónde iban los tiros.
En las fotografías de Manuel Urech, Anguita, Wagner y demás, en blanco y negro y a pie de calle, se despliega la crónica cotidiana y mundana, la vida, buena y mala de la ciudad que bautizara al diario de la tarde. Aunque algunos lectores no lo crean, en un tiempo en el que casi nada se podía decir ni mucho menos escribir, Madrid contaba con siete, incluso ocho, diarios que decían casi lo mismo pero con sutiles matizaciones, con diferentes retóricas y con un nutrido y sufrido público que compraba dos periódicos al día para leer entre líneas y hacer cábalas sobre lo que podría estar pasando en las covachuelas y zahúrdas del régimen. La voladura ejemplarizante y contundente del edificio del diario Madrid, que no era precisamente un periódico de izquierdas -ésos no llegaban a los quioscos-, marcaba, hasta ahora, la cota más alta en la larga y negra lista de atentados contra la libertad de expresión acometidos en esta tierra nuestra, madre de la Inquisición y víctima histórica de iletrados déspotas y despóticos clérigos.
La sinrazón de Estado borró de un petardazo, golpe de efecto en su traca final, la traza, que no la huella, de un periódico discretamente díscolo aunque fiel cumplidor -qué remedio- de las directrices de la ilegalidad vigente. Sin la ley de su parte y con la sinrazón por bandera, 36 años después de aquella ignominiosa deflagración, las irredentas y recalcitrantes mentes rectoras del Partido Popular y sus aliados catódicos y mediáticos rizan el rizo y superan la cota proponiendo, reclamando, exigiendo, se supone que a sus militantes sujetos a un voto de obediencia, el boicoteo a este periódico y a las empresas de su grupo.
La cosecha de este brote paranoico no promete grandes resultados, ningún lector voluntario de este periódico, pienso yo, se sometería a tan dictatorial dictado, resabio incontrolado tal vez de aquel Índice de libros prohibidos de la Iglesia que, incluso los más fervientes católicos, ignoraban, cuando no buscaban en él tentaciones morbosas. La prohibición no tiene buena prensa; el "prohibido prohibir" acuñado en el 68 sigue ofreciendo perspectivas más atrayentes para los seres pensantes que la restricción y el sometimiento. Yo, desde luego, no pienso caer en la trampa y seguiré comprando cada día éste y otros periódicos, puro vicio, para seguir leyendo entre líneas y contrastando opiniones diversas; pero, confieso, lo cortés no quita lo bizarro, que hay diarios que prefiero leer de gorra en el bar aunque me pongan de mala leche y me fastidien el desayuno.
En los primeros años de la transición y de este periódico, Eduardo Bautista, Teddy, hoy responsable de la Sociedad de Autores, fue intimidado y agredido por celosos agentes de la ley durante una manifestación, identificado como posible perturbador del orden por llevar en sus manos un ejemplar del diario EL PAÍS. Cambiaron mucho los tiempos pero no las mentes de ciertos energúmenos que proponen su visión alterada de la realidad como único punto de vista tolerable. Por defenderlo se han roto ya algunas cabezas y hoy existen lectores precavidos, o pusilánimes, que no se atreven a desplegar en lugares públicos las páginas de su diario favorito que ellos, los de siempre, los de antes, quieren convertir estos días en bandera de odio despreciando su condición de herramienta de diálogo y conciliación.
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