El genio abstraído
No sé qué sería más correcto, si decir que Óscar Freire es un corredor fuera de la norma, o fuera de lo normal. De todos modos, en ambos casos estaríamos en lo cierto; sólo es una cuestión de precisión.
Con la victoria en San Remo -su última hazaña- ha vuelto a demostrar lo que algunos no terminan de ver: que es un verdadero genio y que como tal hace historia con cada pedalada que da. Los buenos tiempos del ciclismo han pasado, la Indurainmanía hace tiempo que arrasó en este país (¿queda aún alguien dispuesto a saltarse la siesta para ver cómo nos peleamos sobre la bicicleta?) y el ciclismo es un deporte sumido en una profunda crisis tanto interna como externa. Pero todo esto no resta mérito a lo que ha hecho Óscar, y a lo que aún le queda por hacer. Es un pionero, lleva una senda propia, inigualable e irrepetible. Cuando se retire, será cuando se aprecie su vacío y quizá entonces se le comience a valorar en su justa medida.
Tiene fama de despistado y olvidadizo. Pues yo, que he compartido con él miles de momentos, tanto buenos como malos; que he pedaleado con él, junto a él, o para él tantos y tantos kilómetros, no termino de verlo así. Para mí es simplemente abstraído, y curiosamente esa es una de sus grandes virtudes.
Óscar no es como muchos de sus compañeros. Él, siendo un profesional de los pies a la cabeza, no vive al 100 % para el ciclismo; nunca lo ha hecho y nunca lo hará. Él es capaz de abstraerse, de olvidarse, de vivir en su mundo -con su familia, sus amigos, sus aficiones, etc...-, ajeno a todo lo que rodea a las dos ruedas. Pero a pesar de esta abstracción, tiene la capacidad innata de conectar de nuevo con la realidad cuando a él le place. Es lo que hace a menudo en carrera; él va tranquilo mientras otros van en tensión, ahorra mientras otros van gastando. Va relajado, parece despistado, pero si algo importante ocurre, allí está. No suele fallar nunca, sobre todo en las grandes citas.
Tiende además a relativizar, a restar importancia a detalles que otros consideran totalmente trascendentes. Por ejemplo, yo hace unos años era compañero de Paolo Bettini, y en la reunión previa a la carrera, Paolo teorizaba. Para él la San Remo era una partida de ajedrez; para cada movimiento buscaba una respuesta; para cada ataque, tenía preparada una defensa que -cómo no- la mayor parte de las veces era un contraataque. Aquella reunión duró más de una hora y en ella se plantearon cientos de situaciones hipotéticas de carrera. Todos salimos de allí con la lección bien aprendida, con la consigna bien clara y con un mapa de las curvas del Poggio y la Cipressa en la retina. Ese viernes, en la reunión previa, a Óscar sólo le preocupaba una cosa, estar bien colocado en la última curva, los 90 grados a la derecha que tras un ligero descenso te sitúan a 700 metros de la línea de meta. El resto, los 290 y largos kilómetros no eran problema. Los rivales, curiosamente tampoco. Con entrar allí bien colocado, él se daba por satisfecho. El resto, decía, ya era cosa suya.
Y eso es lo que hizo, así de simple. Entró allí bien colocado, como él quería, y esperó a su distancia para regalarnos dos pedaladas magistrales que son las que marcan la diferencia entre los buenos -todos los demás- y los genios -él mismo-.
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