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Competitividad, productividad y déficit exterior

"El déficit exterior elevado y creciente de España refleja esencialmente una pérdida de competitividad. La pérdida de competitividad, a su vez, es básicamente la consecuencia del bajo crecimiento de la productividad del país en relación con sus socios comerciales". He aquí dos proposiciones tan repetidas como equívocas y equivocadas. En la economía, como en la religión, las herejías más insidiosas son las que más se asemejan a la ortodoxia.

Veamos primero la relación entre competitividad y déficit exterior. Un déficit exterior elevado refleja, por definición, una elevada diferencia entre el nivel de la demanda interna y el del PIB, diferencia resultante de los dispares ritmos de avance de uno y otro registrados en el pasado. Si la intensidad del avance de la demanda interna induce un crecimiento de la economía por encima de su potencial, se generará un diferencial de inflación y la consiguiente pérdida de competitividad con los países de la eurozona que estén creciendo alrededor o por debajo de su potencial. Ciertamente, esta pérdida de competitividad realimentará el déficit exterior. Ahora bien, únicamente en economías muy abiertas, mucho más abiertas que la española, o en casos de un masivo deterioro de la competitividad, puede dicha variable ser la causa motriz del déficit exterior. Por otra parte, en un área monetaria de relativamente corta vida, como es la eurozona, el impacto de los diferenciales de inflación acumulados sobre la competitividad y el déficit exterior es menor en los países que entraron en el euro con un tipo de cambio muy competitivo (verbigracia España) y mayor en aquellos que lo hicieron a un tipo de cambio sobrevalorado (verbigracia Portugal).

"El crecimiento potencial puede aumentar a corto plazo aunque se desacelere el avance de la productividad"
"La relación entre competitividad y productividad es más que discutible"

El caso de Portugal, una economía sensiblemente más abierta que la española y que sí está sufriendo una seria crisis de competitividad, ilustra otro aspecto a tener en cuenta. Cuando el déficit exterior es esencialmente el reflejo de la pérdida de competitividad coexiste con una recesión o en todo caso con una desaceleración sustancial del ritmo de crecimiento del país. Otro punto interesante que nos muestra la experiencia portuguesa es que aunque se frene la pérdida de competitividad y se desplome el crecimiento de la demanda interna, el déficit exterior puede seguir ensanchándose si el PIB crece aún menos que la demanda interna. En suma, los movimientos de la competitividad afectan al tamaño del déficit exterior únicamente en la medida que sean capaces de alterar la proporción entre la demanda interna y el PIB. Nada de lo dicho anteriormente niega la importancia para el devenir de nuestra economía de controlar la expansión de la demanda nacional y frenar el declive de nuestra competitividad antes de que alcance terrenos cenagosos de los cuales costaría mucho salir. No hay que olvidar que las consecuencias de las pérdidas de competitividad no son lineales; esto es, cuando se traspasan ciertos niveles, difíciles de saber ex?ante, los efectos negativos de la pérdida de competitividad se multiplican exponencialmente.

La relación entre competitividad y productividad es más resbaladiza. Como se ha dicho, la pérdida de competitividad frente a los países del área monetaria se mide por la acumulación de diferenciales de inflación durante un determinado periodo. A partir de aquí se abren dos vías de razonamiento. La correcta, en mi opinión, consiste en imputar el comportamiento de nuestra inflación a la evolución de la demanda en proporción a la del output potencial. La segunda vía consiste en atribuir nuestra inflación a la evolución de los costes de producción unitarios, más específicamente a la de los costes laborales por unidad de producto (la diferencia entre el crecimiento de los costes laborales nominales y el de la productividad). En principio, ambas vías pueden ser equivalentes si en la segunda se introduce como factor determinante de la inflación un mark-up que reflejaría las presiones de demanda y se añade a los costes laborales unitarios. En la práctica, la segunda vía se aplica descomponiendo nuestro diferencial de inflación con la eurozona en dos: un diferencial entre los ritmos relativos de crecimiento de los salarios nominales y otro entre los ritmos relativos de avance de la productividad. De aquí se pasa automáticamente a proferir que la pérdida de competitividad es atribuible al pobre comportamiento de la productividad por el importe del diferencial correspondiente.

Este último procedimiento puede tener sentido para analizar fenómenos reales a muy largo plazo, como por ejemplo la existencia de un efecto Balassa-Samuelson en el comportamiento tendencial del tipo de cambio real o cuestiones similares. Aplicado a los diferenciales de inflación de un año a otro, sin embargo, equivale a sostener que la inflación es un fenómeno real cuya evolución depende de los costes de producción. Llevado a su apoteosis lógica este enfoque concluiría que los países de mayor nivel o mayor crecimiento de la productividad tendrán una inflación menor, a sustituir los bancos centrales por agencias de productividad, a negar cualquier impacto cíclico de la política presupuestaria y a otros sinsentidos por el estilo. No faltará quien diga que si la inflación es la consecuencia de un exceso de demanda sobre el output potencial, un aumento de la productividad reduciría la inflación porque aumentaría el output potencial. Bien, no necesariamente; no, si el aumento de la productividad es la contrapartida de una reducción del crecimiento del empleo, o si resulta de un exceso de demanda que empuja al mismo tiempo los salarios y los márgenes comerciales. De la misma manera, el crecimiento potencial puede aumentar a corto plazo aunque se desacelere el avance de la productividad si dicha desaceleración se ve sobrepasada por un mayor crecimiento del empleo. Y, sin embargo, puede haber inflación si la demanda crece más rápidamente que el potencial. De hecho, esto es lo que ha ocurrido en la economía española durante estos últimos años.

Se podría aducir que la segunda vía, aunque sea teóricamente insostenible, es prácticamente conveniente porque concentra la atención política en la necesidad de actuar sobre la productividad. Aparte de que el movimiento de esta variable a corto plazo está dominado por fuerzas cíclicas y cualquier ganancia estructural de productividad exige actuaciones persistentes durante plazos dilatados, este desplazamiento de los focos deja a oscuras el verdadero origen del problema: la combinación de políticas monetaria y fiscal que dirige las variaciones anuales de la competitividad. Éste es el mensaje, teórica y políticamente correcto, que emana de la primera vía. Un mensaje que, por ejemplo, los responsables de la política económica de Portugal no atendieron adecuadamente a su debido tiempo.

José Luis Feito es economista.

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