El retorno de Nadal
Nadal siguió el último revés de Djokovic en Indian Wells, la bola de partido, con la tensión del principiante o, más exactamente, con la ansiedad del condenado que aguarda el indulto. Colgado de la raqueta, con el bíceps a punto de reventar, esperó a que volara sin control sobre la línea de fondo. Luego, la vio caer, lenta como una burbuja, y se desplomó con ella sobre la pista. Con ocho meses de retraso había ganado un nuevo título de la Asociación y confesaba las razones de aquel desfallecimiento: después de tanta fama, nunca había visto tan cerca la oscuridad.
Además, su adversario, el serbio Novak Djokovic, representaba la amenaza de un relevo prematuro: tenía un año menos que él y su llegada a la final confirmaba la movilidad y la fugacidad de los candidatos. En su situación, no podía engañarse; nacido en una familia de competidores y educado para convivir en tiempos de crisis, con su tío Toni como maestro y su tío Miguel Ángel como inspiración, sabía ya que la trituradora del tenis profesional no permite pausas. A él, como jugador de estirpe, la sangre le decía que un mal año puede acabar con una buena carrera. Por eso saltó al embudo de Indian Wells convencido de que, en caso de derrota, el impaciente mundo del deporte no le perdonaría y de que nueve meses sin títulos son todo lo que separa al número dos de la lista, es decir, al Segundo del segundón.
Además, venía de un invierno antipático; estaba podrido de pinchazos, contracturas y rehabilitaciones. Aunque había trabajado como un jornalero, los intentos de perfeccionar el saque y el revés en la fragua de Manacor, millares de intentos en centenares de horas, no servirían de nada. En su situación, era muy sencillo resignarse a la fragilidad, admitir el desencanto como ley de vida, agruparse con Safin, Nalbandian, Hewitt, Ljubicic y demás cortesanos de Roger Federer y aceptar su definitivo ingreso en el cuerpo de guardia. De allí en adelante su destino sería sumar algún dinero, algún campeonato y alguna gloria en el pelotón de profesionales. Jugaría sólo con la excusa de la necesidad.
Sin embargo, había recuperado su mejor perfil en las primeras eliminatorias de Indian Wells: era de nuevo un zurdo malvado que convertía cada punto en una reyerta. No tenía el fulgurante repertorio de Roger, el hombre que daba golpes de relojero, pero, frente al tacto impecable de aquel maquinista suizo, seguía siendo la fruta de la pasión. Bastaba con ver cada intercambio para distinguirlos: uno dibujaba el tenis; el otro lo vivía.
Ahora habían eliminado al campeón y ahí estaba él, mientras caía aquella bola de Djokovic, esperando que los dioses le hicieran alguna señal.
De pronto, volvió a oír su propio nombre.
Luego, saltó sobre sí mismo y se fue a Miami con la esperanza de morder el próximo trofeo.
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