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Columna
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Confesiones

El lunes pasado se inauguró oficialmente en Granada la sede de la Fundación Francisco Ayala. El legado del escritor se va a custodiar en el hermosísimo Palacete de Alcázar Genil, un edificio de la época árabe, conservado por milagro de la fortuna. Edificios sórdidos, paredones traseros, angustian los muros encalados y las yeserías del siglo XIII. Los alumnos de los Padres Escolapios aprovechábamos en los años sesenta la cercanía de los descampados del Violón para jugar al fútbol silvestre. Después nos acercábamos a curiosear por los alrededores del Palacete, disfrutando de la leyenda. Nos habían contado que en aquel lugar Boadil entregó las llaves de la ciudad a los Reyes Católicos, y sabíamos también que el gran estanque era la naumaquia en la que se representaban batallas navales. Llegaron después los alcaldes preocupados por el bien de la ciudad, los enemigos de la melancolía improductiva y del color verde, los defensores del progreso, los urbanistas a sueldo, los bancos, las especulaciones, y el pasado noble se fue con el viento, como se van en Granada las infancias, los árboles y los rincones maravillosos. Al entrar ahora en el recinto de la Fundación, una almunia de la familia real nazarí, parece que penetramos en un lugar simbólico, en el vientre de una metáfora cruel de la historia de la ciudad: un esplendor rodeado impunemente de mezquindad. El legado de Francisco Ayala y la memoria del reino nazarí se refugian en su secreta valía, unos cuantos metros de dignidad rodeados de edificaciones injustificables. Por eso, en la mañana soleada de la inauguración, junto a las autoridades alegres, el recuerdo vertía una gota amarga en la felicidad. Los documentos y las maravillosas ediciones donadas por Francisco Ayala, seguras en sus vitrinas, parecían defenderse no sólo de los ladrones improvisados, sino de la larga marcha del cemento impuro. Todos los días asistimos a una nueva toma especulativa de Granada y de su Vega.

Confesaré que también me invadió un sentimiento de orgullosa tranquilidad. Los libros de Borges, Bioy Casares, Aub, Sender, León Felipe, Alberti, Guillén, y tantos otros amigos de Ayala, expuestos pacíficamente al público, con sus dedicatorias y sus dibujos, me habían hecho pasar por uno de los peores momentos de mi vida. Por eso me tranquilizaba verlos tan limpios y arreglados para la ocasión en el Palacete de mi infancia. Cuando Francisco Ayala desmontó su domicilio de Nueva York, al reintegrarse definitivamente a España después del exilio, la parte más valiosa de su biblioteca quedó provisionalmente en la 5ª Avenida, en la casa de la profesora Carolyn Richmond, su mujer. Como responsable del Centenario de Francisco Ayala, viajé a Nueva York con Javier Rioyo, en el invierno del 2005, para comenzar el rodaje de una película sobre el narrador granadino. La tarde en la que Carolyn me enseñó la biblioteca, una tarde de nieve y amistad blanca, tuve la convicción de que debíamos traer cuanto antes los libros a España. Y, puesto a hacer las cosas, se adueñó de mí la idea de que más valía pájaro en mano que ciento volando. Gracias a la confianza generosa de Francisco y Carolyn, me decidí a comprar tres maletas, hacer un equipaje o una biblioteca, ir al aeropuerto, pagar sobrepeso, embarcar y meterme en el avión camino de la las nubes y de España. Ya colocado en mi asiento, empecé a aterrorizarme. Nunca he tenido tanto miedo a volar. ¿Qué iba a pasar si se perdía una maleta? ¿Cómo iba a soportar la responsabilidad de haber tirado en el pozo de los aeropuertos y de Iberia ejemplares de tanta valía? ¿Cómo iba a explicar a los malpensados que yo, un vicioso coleccionista de primeras ediciones, no había robado los libros? Tuve suerte, la temeridad me salió bien, y hoy están los libros en Granada, por voluntad de Ayala. No conviene hacer locuras, lo reconozco. Pero los que amamos a Granada, tenemos el derecho de esperar que, en medio de tanta inquina y dejadez mediocre, la ciudad se atreva a dar un paso hacia adelante, a hacer algo en favor de ella misma.

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