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Europa cumple 50 años
Columna
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La deconstrucción

Lluís Bassets

Pocas ciudades en el mundo han sido capitales de tantas y tan distintas cosas. Sólo Roma, Estambul y Moscú la superan. Capital de Prusia, ducado y reino; del Reich bismarckiano; luego de la República de Weimar; durante doce años trágicos y criminales del III Reich hitleriano (también metrópolis soñada bajo el nombre de Germania -con diseño urbanístico de Albert Speer- en los delirios del Führer de un imperio que iba a durar mil años); a continuación de la pequeña Alemania comunista; y desde 1990 de la nueva Alemania unida, posnacional y europea. Y ahora, durante estos seis meses decisivos en que coinciden la presidencia de la UE y del G 8 bajo la batuta de Angela Merkel, podemos decir, al fin y sin inquietud alguna, al contrario: Europa, capital Berlín.

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De allí saldrá este domingo una solemne declaración que celebra los 50 años de la firma del Tratado de Roma. Es una feliz ironía que sea Berlín el lugar de la celebración, pues a fin de cuentas el Mercado Común se puede entender como respuesta a todo lo que Berlín significó durante sus 56 años de capitalidad totalitaria (13 de un signo y 44 de otro): al nacionalismo, las libertades pisoteadas y la división de Europa. Había fracasado poco antes el intento prematuro de la Comunidad Europea de Defensa, ideada desde Francia pero rechazada también desde la misma Francia. Ya estaba en muchas bocas la idea de una Europa posnacional, que superara los Estados-nación, pero faltaron energías, como faltan ahora, para dar el salto histórico.

Los padres fundadores de Europa supieron cortar aquel nudo gordiano con un sistema de negociación y de compromisos permanentes, que conducía a compartir la soberanía de forma lenta y gradual en dos campos: la unión económica a la que se llamó Mercado Común, con la creación de una tarifa exterior común; y la política agrícola, más conocida como Europa verde, con la libre circulación de productos agrarios mediante subvenciones para sostener los precios. La primera ha culminado en el euro y es la parte más exitosa de la UE; la segunda, en cambio, constituye todavía uno de los mayores lastres para el presupuesto europeo, en detrimento de otras políticas, a la vez que dificulta la liberalización agraria y la apertura de mercados. De una se benefició sobre todo Alemania y de otra la que más Francia. La base de aquel proyecto modesto en método y ambicioso en objetivos fue la corta y fructífera experiencia de la Europa del carbón y del acero, que había puesto en común las materias primas de todas las guerras entre Francia y Alemania, y se extendió entonces al átomo.

Medio siglo después, una Europa irreconocible por el éxito obtenido tiene ante sí un nuevo nudo gordiano más enmarañado y difícil. El mercado que hay que inventar y compartir para evitar males mayores, como el carbón y el acero de entonces, es el de la energía, que nos hace dependientes de los países productores de gas y de petróleo. Como sucedió con la defensa europea en 1954, hay una Constitución descarrilada por las consultas negativas en Francia y en Holanda que pide una reacción enérgica. Pero el voto por unanimidad, exigido para gran número de políticas -energía y política exterior y de defensa, entre otras- se ha convertido en una traba insuperable, de forma que si Alemania no consigue romperla en su presidencia, vendrá la deconstrucción.

Dos políticas, la energética y la de defensa, paralizadas ambas por el derecho de veto de todos y cada uno de los 27 socios, ejemplifican la acción centrífuga. Nuestros buenos vecinos ya nos preparan una OPEP del gas, mientras los europeos nos obstinamos en navegar en el vacío, con modelos empresariales para todos los gustos, desde la propiedad estatal hasta la liberalización, desde la integración vertical de producción y distribución hasta la segregación. Washington negocia directamente con Polonia y Chequia la instalación de un escudo antimisiles pensado para Irán -pero quién sabe si también útil frente a Moscú- y rehuye el mero debate ya no en la UE, sino incluso en una Alianza Atlántica que es útil para combatir a los talibanes en Afganistán pero prescindible cuando se trata de defender el territorio europeo.

¿Celebrará alguien dentro de 50 años el centenario del Tratado de Roma? ¿Habrá algo que celebrar? ¿Premoniciones? El rampante populismo eurofóbico de Polonia, las centrales nucleares que proliferarán en la orilla sur del Mediterráneo o la competencia china al Airbus que ahora se anuncia. Y nuestra pasividad y torpeza ante todo ello. Sin un fuerte golpe de timón, en 2057 alguien celebrará, quién sabe si en Moscú o en Estambul, el centenario de una Europa en extinción o ya extinguida.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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