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Columna
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El Madrid de Bukowski

El otro día cayó en mis manos un artículo que me interesó bastante. Trata de la época de Roosevelt en que el gobierno de Estados Unidos ideó la manera de poder pagarles un sueldo además de a editores, historiadores y un largo etcétera, a unos cientos de escritores, que se habían quedado sin trabajo tras la terrible crisis económica de 1929. Que conste que no estoy proponiendo ni insinuando nada porque en estos lares y en esta época el escritor es otra cosa. ¿Qué cosa? No se sabe. No se sabe hasta el punto de que últimamente ser sólo escritor es como poca cosa. Instintivamente se busca que este vago quehacer esté respaldado por algo más. No me digáis que más atractivo que ser escritora a secas no sería, por ejemplo, ser escritora y piloto de cazabombarderos, o ser escritora y campeona del mundo de patinaje artístico, o ser escritor y neurocirujano, o ser escritor y director de orquesta, o escritor y submarinista. Hace unos años, todo el mundo quería ser escritor para conseguir más relieve social y un toque sensible, profundo e intelectual. Te encontrabas por ejemplo con un físico nuclear y lo primero que te decía era que estaba escribiendo una novela y te preguntabas ¿para qué querrá perder el tiempo escribiendo una novela con el trabajo tan interesante que tiene? El caso es que todo eso ha pasado a la historia, ahora todos admiraríamos que el novelista en cuestión hubiese hecho algo de provecho en la vida como ser ingeniero o arquitecto.

Tenemos la más impresionante guía en las novelas de Galdós, y en Valle Inclán...

Así que nada tienen que ver con estos aquellos lejanos tiempos del New Deal en que a alguien se le ocurrió que cantidades ingentes de escritores se pusieran a recorrer el país describiéndolo y tomando notas de las historias de la gente corriente. Viajarían, irían a ciudades y pueblos para contar lo que veían y lo que les decían. Así trabajaron sin que se les cayesen los anillos desde John Steinbeck o Saul Bellow a John Cheever. Hay que imaginárselos vagando de estado en estado, descubriendo éste y otro sitio, entrevistando a personas que de otro modo no habrían conocido y construyendo la que han calificado como la enciclopedia más monumental jamás escrita sobre la forma de vida, lugares y gentes de aquel país.

Emociona la influencia que sobre estos genios debió de tener este contacto con la realidad concreta, con lo cotidiano, el conocimiento de su entorno, con detalles que no era necesario enmascarar porque se trataba de que quedasen reflejados tal como eran, con vidas anónimas llenas de anhelos y melancolías. Tal vez este trabajo de campo les sirviera para ser más naturales y esenciales. De hecho Cheever, que como todos los grandes mantiene su particular pelea con el amaneramiento, dice en sus Diarios, "Debo cuidar mi acento culto. Cuando se introduce en mi prosa, se convierte en la peor de mis prosas". Lo bueno de ser escritor es que todo te enseña y todo se aprovecha, y aunque sólo fuese por eso merecería la pena seguir en la brecha. También nosotros tenemos la más impresionante guía de Madrid en las novelas de Galdós, y en Valle-Inclán, Pío Baroja, Ramón Gómez de la Serna, Luis Martín Santos, y así hasta el día de hoy. No nos podemos quejar. ¿O sí? Quizá el Madrid de hoy se nos esté escapando de las manos sin dejar suficiente huella en la literatura.

Precisamente un escritor que trataba de atrapar el presente y además lo conseguía era Charles Bukowski, puesto de actualidad la semana pasada por las páginas de Babelia. Me alegré porque Bukowski me gusta cada vez más, más que en mi juventud que es cuando al parecer ha de gustar. Y sobre todo porque este escritor hizo mucho porque conociésemos a John Fante (al que llamaba "dios"), hasta entonces medio oculto en las estanterías de las bibliotecas, mucho más perdedor que Bukowski puesto que murió sin saborear el éxito y en unas condiciones tan terribles que es preferible callárselas.

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