El velo de Naima
Un padre que no mira a su hijo, una mujer que intenta ahorcarse por sus hermanos... Familias de acusados sienten el estigma de la vergüenza
Cuando la policía se presentó para prenderla en la casa donde servía, ella acababa de acostar a la hermana enferma de don Andrés. Su vida en Madrid consistía en eso de lunes a sábado, cuidar a dos ancianos, atenderlos como una hija, añorar a sus padres que aún vivían en Tetuán y esperar al domingo para ir a Villaverde a almorzar con sus dos hermanos. Pero aquel anochecer que Naima recordará como el peor de su vida, su existencia tan gris se tornó en negra. De nada sirvió el aval de don Andrés, que les dijo a los agentes que de aquella mujer no tenía queja, ni menos aún sus llantos desesperados. Se la llevaron detenida porque existía una sospecha muy bien fundada de que sus hermanos Mohamed y Rachid estaban implicados en los atentados del 11 de marzo y de que ella, tal vez, los estuviera protegiendo.
El juicio del 11-M ha conocido a quienes, sin saberlo, compartieron sangre o cama con los presuntos culpables
-¿Por qué no mira usted a su hijo?
-Porque nosotros, señor juez, hemos venido a España a trabajar, no a matar a la gente.
La respuesta de Abdeslam Bouchar al juez del Olmo refleja toda la vergüenza del padre ante el hijo esposado, detenido como sospechoso de ser uno de los autores materiales de la matanza. La escena ocurrió hace casi dos años, cuando Abdelmajid Bouchar, también conocido como El Gamo, fue detenido en Serbia y enviado a España. La tarde del 3 de abril de 2004, Abdelmajid fue a llevar comida a siete terroristas escondidos en un piso de Leganés. Al bajar la basura, entre la que había huesos de aceitunas y dátiles con su huella genética, se percató de la presencia policial, avisó a sus compañeros y aprovechó su buena forma física -era corredor profesional- para poner pies en polvorosa. Una vez detenido, El Gamo se mostró desafiante ante el juez Juan del Olmo y despreciativo ante la fiscal Olga Sánchez, pero al percatarse de la deshonra que había infringido a su padre no tuvo más respuesta que bajar la cabeza. Esta semana, desde su rincón en la habitación de cristal blindado, Abdelmajid ha podido comprobar que ni su padre ni su hermano Mohamed han querido volver sus rostros hacia él, que la vergüenza para ellos -bereberes de una aldea al sur de Casablanca- es una mancha muy difícil de lavar.
Naima Oulad está ante el juez y la fiscal. Va contando, ayudada por un intérprete de árabe, su vida sencilla, tan parecida a la de tantos inmigrantes. Trabaja de interna en casa de don Andrés, gana 900 euros al mes, dinero que guarda casi íntegramente en su cartilla del Banco Popular para mandarlo después en remesas a Marruecos. Dice que su hermano Rachid se gana la vida poniendo pladur y que Mohamed está en paro. Que tiene otro más en España, Khalil, pero que se vició como la madera cortada en verde y ahora está en la cárcel. En Tetuán siguen sus padres y otros cuatro hermanos más. El juez del Olmo le va preguntando por ciertos movimientos recientes en su cartilla de ahorros y Naima, a sus 39 años, se va dando cuenta de que quizás sí, de que tal vez esos dos hermanos que, aun siendo menores, la encierran en la cocina cuando tienen una visita masculina han podido estar utilizándola, preparando una monstruosidad a sus espaldas. Ella, pese a todo, los sigue defendiendo. Le dice al juez que no los ve radicales, que no trafican con hachís... Pero llega un momento en que, como al anciano Bouchar, el peso de la culpa y el deshonor se le hace insoportable. Echa mano del velo que cubre su cabeza y que durante su declaración se ha ido desabrochando, se lo coloca alrededor del cuello...
-Yo soy decente, yo soy decente... ¡Que me maten! ¡Que me maten! Si mis hermanos son culpables, que lo paguen...
Cuatro policías consiguen inmovilizarla a duras penas. Le quitan el pañuelo. Las marcas de su cuello y el examen de los forenses certifican que su desesperación no es fingida. Ha intentado ahorcarse.
Un padre que cuenta cómo su hijo lo llamó desde Irak para despedirse, pero que él estaba encima del andamio y entre el ruido y el viento no pudo escuchar muy bien sus últimas palabras. Una esposa que va relatando la deriva hacia el fanatismo de su marido, un tipo simpático y cariñoso que terminó despreciándola, de tan obsesionado con Bin Laden y su guerra santa. Un hermano que no reconoce a su propio hermano... El juicio del 11-M ha ido recibiendo en las últimas sesiones a quienes, compartiendo sangre o cama con los presuntos culpables, no se dieron cuenta hasta demasiado tarde del círculo del mal en el que estaban viviendo. Ahora sienten sobre sí la mirada de los limpios, de los que, sabiéndose a salvo de cualquier sospecha, los observan a ellos con ojos inquisidores, dudando de los verdaderos límites de su inocencia. No hay mejor ejercicio para su descargo que una mirada hacia la habitación de cristal blindado.
No hay un patrón. Entre los acusados hay emigrantes de segunda generación, pero también de primera. Hay fanáticos que llevan en su frente la señal de muchos golpes diarios contra la alfombrilla del rezo, pero también los hay que presumen de juergas recientes, amantes y pastillas. Los hay de conversión reciente y quienes durante años viajaron por todos los escenarios que en Europa se fueron vistiendo de sangre sin que ningún gendarme les echara el guante a sus sucesivos pasaportes falsos. Algunos de los que ahora se sientan tras el cristal blindado dejaron su huella, su saliva y su piel por trenes, pisos y huesos de dátil, y otros, con más peligro en la mirada, aportaron a la causa su alta cuna, su coeficiente intelectual y sus muchos idiomas. Para los primeros de estos últimos -Jamal Zougam, Basel Ghalyoun, Abdelmajid Bouchar-, la fiscalía pide más de 38.000 años de cárcel; para los segundos -Abu Omar, Fouad el Morabit- sólo 12 años... Sabido es que, en todas las guerras, los brazos más cortos son los que empuñan los cuchillos más largos.
Es sábado 3 de abril de 2004. Naima Oulad ya no puede ir al piso de Villaverde donde sus hermanos menores, de los que no ha vuelto a saber desde el 11 de marzo, la invitaban a comer a cambio de que les limpiara la casa y no hiciera demasiadas preguntas. Hay revuelo en televisión. Siete terroristas se acaban de suicidar entre cánticos religiosos en un piso de Leganés. Dos de ellos son hermanos, marroquíes de Tetuán. Uno tiene 33 años y se llama Rachid. Otro aún no ha cumplido los 29 y se llama Mohamed. Son los hermanos Oulad, los hermanos de Naima, una mujer decente, con su velo y su vergüenza, ya para siempre, en casa de don Andrés.
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