Amancio
Con la puntualidad de un rito anual, próximo a los Oscar y al Olimpo de las celebridades, la revista Forbes proporciona a sus lectores con una lujuria desatada y una audiencia cautiva en todos los rincones del orbe la lista más esperada de todas cuantas se publican. Con nombres y apellidos desfilan aquellos seres de otra galaxia que reúnen en sus arcas más de 2.000 millones de dólares y, como si fuera una competición deportiva, el resto de los mortales retenemos aquellos heraldos que entran y aquellos que bajan, los que a la fortuna les ha concedido nuevos bríos y a los que la diosa que amasa los caudales les ha mandado descender algunos peldaños de riqueza. Así que, dispuestos a jugar en este monopoly con las mismas armas que una producción de George Lucas, y quizás auscultando en nuestra pobreza de cuna en qué nos beneficia tanto vértigo monetario y de qué modo no somos culpables del mundo de Zara o de Ikea o de Microsoft, llegamos a la conclusión de que un hombre de gabardina, casi tan misterioso como un detective de Simenon, se nos ha colado por las rendijas del sentimiento y la mitología.
Quizás porque su primera tienda la puso en A Coruña y su Silicon Valley particular está en Arteixo, quizás porque edificó en la Galicia de las costureiras su imperio textil, quizás porque se llama Amancio como aquel jugador de fútbol, el caso es que cada vez que voy por el mundo y entro en un Zara una especie de orgullo, más de gallego que de fashion victim, me invade, como supongo que a Paco Vázquez le da estar bajo palio en la Santa Sede, porque cada uno tiene al fin y al cabo su Dios y cuando se ve tanto Zara por las calles del universo piensa en el origen de este Rosebud que en algún lugar leonés se originó, y que ahora mismo campa por ahí en octavo lugar de los magnates con 18.278 millones de eurazos, descontados esos 3.000 millones que en el divorcio se llevó Rosalía Mera, que fue compañera de aventuras de este hombre al que pocos conocen y que, según cuentan, come los mismos bocadillos que sus empleados.
Me gusta también que Amancio haya construido su imperio en el textil y no en el ladrillo como acostumbran sus colegas españoles, como ese Bañuelos que hizo una paella para 20.000 personas en Central Park, muy valenciano él, aunque actualmente la ingeniería financiera haya convertido a Amancio en una presencia ubícua en el ladrillo, la energía, la Bolsa y cuanto se agite y rente en el fabuloso mundo de los dividendos. Aunque muy lejos todavía del emperador Bill Gates, pero sólo precedido por el señor Kamprad-Ikea y el caballero Arnault-Louis Vuitton en el ranking europeo (pensaba que eran Paul McCartney la reina Isabel los primeros, pero me equivocaba), Amancio se acuesta cada día con el PIB de un país en vías de desarrollo, la plusvalía de un jeque árabe y la liquidez para gastos de un multimillonario ruso debajo del colchón. Como comprenderán todo ello debe caber muy mal dentro de los bolsillos de una gabardina y yo me pregunto si este hombre de tanto dinero duerme tranquilo y si tiene ganas todavía de seguir ganando más el día después, porque estoy seguro de que un buen día, si se para la caja, se le parará el corazón y la leyenda de Amancio no será un caso de estudio en los MBA del planeta aunque quizás el secreto de este hombre al que todos queremos conocer sea jugar precisamente a no ser nadie, a seguir llevando un billete de 20 euros en el bolsillo y conocer el precio de una barra de pan. Seguro.
Aunque nunca ha dejado que la prensa del corazón hurgara en su vida, muy lejos de la apostura de un Onassis o los Rostchild, los gestos de Amancio se multiplican en el mundo de los negocios a una escala apabullante. Por ejemplo, para abrir su tienda número 1.000 de Zara ha escogido Florencia y supongo que desde la capital de los Médicis le ha mandado un mensaje a los Benetton como si de una guerra renacentista se tratara. El gallego les ha venido diciendo: sin gastar un duro en publicidad ya tengo casi tantas tiendas como tú en el mundo y todas, absolutamente son de mi propiedad. Mientras tanto, le ha enviado un equipo de albañiles a Vázquez a la Plaza de España en Roma para restaurarle el palacio, que lo tenía con goteras. La buena vecindad y el catolicismo se le suponen a este caballero de la industria.
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