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Columna
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¿No existe un Barceló gallego?

A principios de febrero asistí a la inauguración del mural de Barceló en la catedral de Mallorca. Un acontecimiento memorable, que sólo se produce dos o tres veces por siglo y en lugares distintos. Me refiero a la creación de obras de arte místicas. En tiempos pretéritos era pan de cada día, y no es que la fe fuese más honda, sino que escaseaban las instituciones capaces de sufragar tamañas realizaciones. Ahora existen fundaciones que encargan obras de arte para beneficiarse de las desgravaciones fiscales, y cuanto más costosas, menos pagan.

In illo tempore sólo la Iglesia podía asumir semejantes empresas. El papa Julio II encargó la decoración de la capilla Sixtina al artista más desmesurado del Renacimiento y el más pagano de los católicos. Miguel Ángel Buonarotti empleó cuatro años de de su vida y sufrió no pocos disgustos a causa de su abusivo mecenas. Parece blasfemo comparar a Miquel Barceló con Miguel Ángel (el tiempo nos lo dirá), pero, aparte de que ambos fueron no creyentes (Barceló no asistió a la misa de inauguración, que contó con al persencia de los reyes y otras personalidades), sus personalidades persentaban rasgos coincidentes: robustos los dos, nerviosos, chaparros, de gran sencillez e indomable energía, trabajadores que duermen poco y a menudo se acuestan vestidos. Ascanio Condivi, biógrafo de Miguel Angel, nos refiere esta frase del toscano que podría decir el mallorquín: "Aunque soy rico, siempre viví como un pobre". Casi un siglo antes, en 1405, Téofano el Griego encargó a Andrei Roublev la ornamentación del iconostasio de la catedral de La Anunciacion y de la Entrada de Cristo en Jerusalén del Kremlin.

En Noviembre de 1899 el obispo de Mallorca Pere Campins pidió a Gaudí que se hiciera cargo de la restauración de la catedral de Palma. Al cabo de unos meses, Gaudí presentó un proyectó al obispo, que quedó maravillado por las propuestas del maestro.

En esta catedral Gaudí utilizó un nuevo método para dar color a las vidrieras, con la intención de ensayarlo para la Sagrada Familia de Barcelona. Consistía en superponer tres cristales de colores primarios (amarillo, azul y rojo). También recuperó los rosetones que estaban tapiados.

Gaudí abandonó las obras de la Catedral de Palma en 1914, después de una discusión con el contratista a propósito de los pináculos de la puerta del Mirador. La muerte del obispo Campins al cabo de poco tiempo hizo que las obras se pararan definitivamente. De modo que, con el barroco del ábside, obra de Antoni Anglés, y el modernismo de Gaudí, sólo faltaba el arte contempráneo. Por suerte, hubo en Palma un obispo culto y sensible llamado Teodor Ubeda. Se le ocurrió pedirle a Barceló la decoración de la capilla de la Trinidad. Como sus pares se oponían, y viendo la muerte cerca, el prelado dejó dicho que lo enterraran en esa capilla para proteger las obras. Y así fue, no sin que esa trata le evitara a Barceló agarradas con los jerarcas.

El día de la inauguración pensaba yo en la catedral de Santiago de Compostela, anclada en el medioevo con ese matamoros que, cuando el general Mizzian visitaba la catedral, tenían que tapar con una bandera al jinete y a los moros degollados.

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Es cierto que no es fácil encontrar arzobispos con las características de Teodor Úbeda. Dos de Compostela que conocí bien, Quiroga Palacios y Rouco Varela, distaban mucho de poseer las cualidades del mallorquín. ¿Pero ahora? ¿No se puede llamar a un artista gallego para que actualice la obra del maestro Mateo? Pienso, por ejemplo, que Leiro comparte muchas semejanzas con Barceló. Que le encarguen, por ejemplo, arreglar las falsedades históricas de la fachada que reproduce la Batalla de Clavijo, la Traslación de su cuerpo a Galicia, y que de paso rehabilite a Prisciliano... Dinero hay. Que atribuyan a estas obras indispensables el presupuesto de la engorrosa Ciudad de la Cultura y todos saldríamos ganando.

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