Si tuviéramos Constitución
Todos los Gobiernos de la Unión Europea (UE) se comprometieron en 2004 a que el Tratado Constitucional estaría vigente desde el pasado 1 de noviembre. No ha sido así, por culpa de los referendos negativos francés y holandés de 2005, anchas espaldas tras las que se escudan los Estados miembros más recelosos. Estamos pagando las innecesarias facturas de esa no-Constitución. Se puede medir su coste.
Si tuviéramos la Constitución, nos habríamos ahorrado el indecente espectáculo de un Gobierno polaco amagando con restablecer la pena capital. "Nadie podrá ser condenado a la pena de muerte ni ejecutado", reza el artículo II-62 de la Carta de Derechos Fundamentales incluida en el Tratado. Cuando ésta se elaboró, se criticó su presunta redundancia con las Constituciones nacionales, que ya contienen esa y otras medidas democráticas. Pues bien, si ahora rigiese, la irreversibilidad de ese estándar estaría mejor asentada. No habría que perder un minuto en discutir lo evidente. La Carta imposibilitaría cualquier retroceso.
Si tuviéramos la Constitución, se evitaría el drama en la secuencia de la negociación para la adhesión de Turquía. Al detallarse por vez primera en un Tratado las condiciones de pertenencia a la Unión (artículos I-58 y siguientes), la polémica étnico-historicista se canalizaría hacia la norma. Y aún quedaría más objetivada si, como propone España, se incorporasen todos los criterios de Copenhague para el acceso de nuevos candidatos (calidad democrática, economía de mercado, convergencia económica, capacidad de absorción...).
Si tuviéramos la Constitución, a un solo socio, otra vez Polonia, le habría sido más difícil vetar el nuevo acuerdo con Rusia, dado el mayor empaque de la política exterior común, sus nuevas competencias e instrumentos, como la figura del ministro de Asuntos Exteriores.
Si tuviéramos la Constitución, habrían disminuido las rencillas energéticas y se habría acelerado el diseño del mapa de un mercado interior de la energía, pues ese texto otorga a las instituciones comunes, por vez primera (artículo III-256), base jurídica para actuar, y sin requerir unanimidades.
Los anteriores son meros ejemplos de facturas concretas que acarrea la hibernación del nuevo Tratado en el proceso de toma de decisiones de la Unión, cada vez más complejo a medida que ésta se amplía sin reformarse sus reglas de funcionamiento.
Pero surgen además otros costes menos cuantificables. Como el de la imagen. A los 50 años de su creación, la Europa comunitaria exhibe una imagen de crisis. Aparece como un club incapaz de actualizar sus reglas básicas. Es verdad que conserva incólume su capacidad de atracción. Siguen siendo pléyade los países que pugnan por entrar en ella. Y sigue creciendo la demanda de las instituciones multinacionales para que intervenga en los grandes conflictos y en los pequeños litigios. Pero hoy, Europa, como el coronel de García Márquez, no tiene quien la escriba. Intelectualidades hace años decisivas para el empuje europeísta, como la francesa, han dimitido. El grueso de la reflexión está paradójicamente monopolizado por el pensamiento anglosajón. Y la opinión pública, aunque los últimos eurobarómetros reflejan un repunte del euro-optimismo, alberga, en bastantes de sus países, recelos y un poso de desconfianza.
A ese deterioro de la imagen y del espíritu europeísta contribuyen, además de los problemas mencionados, otros a ras de suelo, como los retrasos en asuntos de inmediato interés ciudadano, por ejemplo la dificultad en allanar las tarifas de conexión de los teléfonos móviles... De modo que la hibernación constitucional no es la única responsable de la crisis. Ocurre al cabo que el funcionamiento de la Unión no se ha paralizado, pero va al ralentí. En asuntos sustantivos, singularmente los que se apuntan en el nuevo Tratado como prioridades: la seguridad interior, la política exterior, o la energía. Prioridades que reivindica la ciudadanía en forma de principales preocupaciones, a cada nueva encuesta.
Si tuviéramos Constitución, esto no sucedería. Al menos, no sucedería exactamente así. Los problemas no habrían desaparecido por ensalmo gracias al toque milagroso de un texto, actuando cual varita mágica en un cuento de hadas. Un texto jamás sustituirá liderazgos, pero puede favorecer que surjan y fragüen, al eliminar obstáculos para su ejercicio y establecer mecanismos dinamizadores, como la generalización del voto por mayoría cualificada, que arrincona el derecho de veto a escasas materias. La Constitución podría desencadenar una dinámica en que las apuestas, los consensos y las decisiones fuesen la regla, y las parálisis, la división y los vetos, la excepción.
En su primer cincuentenario, la Unión atraviesa una crisis de alcance similar a la de la Europa de la Defensa en los años cincuenta, las sillas vacías en los sesenta o, más recientemente, la provocada por la guerra de Irak. No es una tragedia, sino esa situación en la que lo viejo ha muerto y lo nuevo pugna por nacer. Crisis de funcionalidad y de imagen, como se ha descrito. Pero crisis también del modelo democrático. La hibernación constitucional contradice el principio democrático "un hombre, un voto", y el del imperio de la mayoría. Nada menos que dos tercios de los Estados miembros (18 de 27) han ratificado la Constitución. Éstos agrupan una población de 274 millones de habitantes, o sea, 3,5 veces la de los que han emitido una respuesta negativa. Cierto es que no existe aún una democracia europea en sentido estricto, sino un conjunto de democracias nacionales enhebradas por principios y valores comunes. Pero esa hibernación los pone en jaque. En términos democráticos resulta un disparate que un voto francés u holandés anule de raíz el de un ciudadano luxemburgués, español y de dieciséis países más.
Por eso es encomiable que España coja el toro por los cuernos y luche por poner en valor político el peso de los países que han ratificado el nuevo Tratado. También para evitar la quiebra de la pauta de construcción comunitaria seguida hasta hoy, según la cual a cada ampliación le acompaña una profundización.
Así ocurrió con la del Reino Unido, que aportó enfoques de liberalización y eficiencia económicas, como el del recientemente desaparecido lord Cockfield en el plan del Acta Única; la ampliación al Sur consolidó y dio calado a la política de cohesión, y facilitó una nueva estrategia hacia América Latina y el Mediterráneo; la extensión al Norte subrayó lo social, lo medioambiental y la transparencia. Todo ello ha ido dejando huella en las sucesivas reformas de los Tratados.
¿Qué ocurre ahora? Que la reciente ampliación al Este necesitaba las andaderas de un nuevo armazón institucional y político, y ha quedado huérfana de ellas. Pese a todo, funciona, no en vano la economía atraviesa una feliz coyuntura. Pero no pueden forzarse aún más las costuras del viejo edificio sin una rehabilitación a fondo. Sería suicida proceder a cualquier ampliación adicional sin haber profundizado antes en la línea de la Constitución.
Cualquier salida a la crisis debe suponer una verdadera solución a los problemas de futuro planteados. De difícil encaje. Por un lado, ningún acuerdo digno de tal nombre puede contrariar lo que han votado ya tantos millones de europeos, directamente o a través de sus Parlamentos.
Sustancialmente, no puede estrecharse el traje institucional, porque es el mínimo requerido para garantizar cierta eficacia. Tampoco pueden cancelarse políticas sustantivas o materiales que ya figuraban en los anteriores Tratados, por lo que sería insensato rebajarlas. Ni tampoco deberían adelgazarse las políticas y competencias que la Constitución amplía y profundiza en respuesta directa a lo que reclaman las opiniones públicas: más seguridad y más presencia de la Unión en el mundo. Es decir, los artículos dedicados a las políticas comunes Exterior y de Defensa, y de asuntos de Justicia e Interior.
Pero por otro lado, habrá que recuperar a las poblaciones que votaron no, y decantar en sentido constructivo a las que vacilan.
Quizá haya margen para ser coherentes con los ciudadanos que han validado el texto y al tiempo diluir las inquietudes que aflora la minoría renuente. A lo mejor se puede intentar un retoque selectivo que no suponga disfraz, sino mejora. Debería preservarse, posiblemente con alguna simplificación, lo esencial de la Parte I y el conjunto de la Carta de Derechos de la Parte II, de gran legibilidad, porque no hay Constitución digna de tal nombre (o parecido) que no proclame una Carta de derechos.
Y en cuanto a las políticas de la Parte III, la propuesta del Gobierno español según la cual habría que ampliar sus ambiciones, todo indica que es una solvente posición negociadora: a quienes pugnan por "menos Europa" se les intenta contrarrestar con "más Europa". Para que así, al final, los arbitrajes resulten neutrales, y se mantenga al menos lo ya adquirido. Alguien debe defender lo esencial de la Constitución, ese sólido escalón hacia una unión política. Por las razones democráticas apuntadas. Y porque la situación política, el estado moral de la ciudadanía europea y la demanda mundial de Europa exigen que el proyecto diseñado en ese texto (sus mecanismos y sus objetivos) no dé un paso atrás, pues configura la Europa mínima necesaria.
Un mini-tratado que la jibarizase sería un dislate. Ahora bien, existen soluciones técnicas para hacer el texto más legible, explicable y atractivo, sin necesidad de reabrirlo en canal. Entre otras, por ejemplo, trasladar la muy prolija Parte III a un protocolo del mismo valor jurídico que las otras; o condensar el Tratado, convirtiéndolo en modificativo (y no derogatorio) de los anteriores, como sugiere Jean-Claude Piris (El Tratado Constitucional para Europa: un análisis jurídico, Marcial Pons). Posiblemente así, con elegancia y cintura, sin traicionar a los ciudadanos que han dicho sí, podría reincorporarse al proceso a las fuerzas que han dicho no. Ojalá, porque en un mundo cada vez más globalizado, quien no avanza, retrocede.
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