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Dos tiros en el pie

José Sámano

En un intenso y divertido encuentro, Barça y Madrid tuvieron momentos espléndidos, pero uno y otro se hicieron demasiadas concesiones. Al principio los azulgrana y al final el Madrid. Pero dadas las circunstancias, con el empate los azulgrana tiraron confetis y los madridistas se sintieron derrotados.

Acogotado por la eficaz trinchera del Madrid y la brújula de Guti, el Barça puso su empeño en acercarse al precipicio. Thuram concedió el primer gol y Oleguer le superó: hizo un penalti al minuto del primer empate azulgrana y se expulsó cuando faltaba un minuto para el descanso en una jugada rutinaria en el medio campo. Dos faltas de temple en un jugador tan frío como el catalán.

Quizá el destemple de Oleguer tuviera que ver con el mayúsculo destape del Barça, que nunca tuvo defensa, lo que advirtió desde el primer instante el Madrid. Por más que el equipo de Capello lleve meses a la deriva, la invitación azulgrana era irrechazable. La enorme tiritona del Barça fortaleció al Madrid, que, de repente, se vio con un papel protagonista en un escenario donde preveía un calvario. Y de hecho, hasta el cortocircuito de Oleguer, lo pasó. Casillas tuvo tajo, mucho tajo. Partido por la mitad, el Barça entregó su área y fió todo a su pegada. Demasiado desequilibrio. Paso a paso, el Madrid se elevó por encima del Barcelona hasta desplegar su mejor partido del curso.

Exiliado Oleguer, sorprendentemente Frank Rijkaard no cosió al equipo en defensa y, con diez y sólo tres defensas, dejó al Barça a la intemperie. Un despropósito sin sentido, un riesgo descomunal del que sólo el Madrid podía sacar tajada. Si tardó en hacerlo fue porque durante media hora del segundo tramo Víctor Valdés fue Casillas. Hasta que Sergio Ramos dio otro azote a los barcelonistas. Era la consecuencia lógica de los excesos de Rijkaard, al que se le fue la mano. Era la consecuencia lógica del mayor orden madridista. Era la consecuencia lógica de la diferencia existente entre Guti y Ronaldinho. En su partido número 300 en Primera, el capitán del Madrid estuvo soberbio, por mando, carácter y fútbol. Si en Múnich el Madrid sólo empezó a jugar con su salida por Emerson, ayer fue el guía de todo el equipo hasta que fue retirado a falta de diez minutos. Y bien que pagó su equipo su dolor.

De Ronaldinho no hubo nuevas noticias. Fue el mismo invisible futbolista que se midió al Sevilla en la Supercopa, al Madrid en Chamartín, al Chelsea en Londres, al Internacional en Japón y al Liverpool en Anfield. En todos los grandes retos azulgrana de la temporada, Ronaldinho no ha existido, ha estado fuera de foco y no ha tenido peso entre los suyos, por mucho que su técnico le conceda últimamente minutos como ariete, donde pierde repertorio. En realidad, en los grandes momentos del curso, no ha tenido dictado alguno en ninguna posición.

Asfixiado Eto'o, con Ronaldinho esquivo y Rijkaard despistado, el Barça devolvió la fe al Madrid. Tenía el partido a su antojo, para cerrar el marcador y darse un baño de autoestima que le metiera incluso en la pelea por el título. Pero en el trecho final le faltó un punto de grandeza para no limitarse a conservar el resultado, por mucho que éste fuera tan lustroso. Además, lastimado Guti, al Madrid se le apagó la luz y entregó la pelota. Le hubiera servido acunar el balón, pero al igual que el Barça durante el resto del partido, el Madrid se dio un tiro en el pie y Messi selló el empate a lo Romario: desde el brasileño nadie lograba un hat trick en un clásico.

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Sobre la firma

José Sámano
Licenciado en Periodismo, se incorporó a EL PAÍS en 1990, diario en el que ha trabajado durante 25 años en la sección de Deportes, de la que fue Redactor Jefe entre 2006-2014 y 2018-2022. Ha cubierto seis Eurocopas, cuatro Mundiales y dos Juegos Olímpicos.

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