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Columna
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La política ha cambiado

Parece que fue ayer cuando luchábamos contra el franquismo y sus tentáculos involucionistas y anhelábamos cosas que hoy son hechos consumados: el desarrollo de la constitución, la articulación del estado autonómico, la incorporación intelectual y material a Europa. Ni más ni menos. Democracia, constitución, autonomía y Europa ocuparon en alma y cuerpo a toda una generación y a unas organizaciones que, con mayor o menor intensidad, las impulsaron. De aquella sociedad con ganas de respirar el aire de la libertad todos los días se ha pasado a otra efectivamente más libre y en apariencia más elástica, pero dirigida con mano férrea por la economía.

Casi sin darnos cuenta, las sucesivas modernidades fueron sustituyendo el viejo pensamiento esencialista y de bloques ideológicos por otro más frágil y coyuntural a remolque de los acontecimientos; declararon la supremacía de lo individual sobre lo colectivo, alegando que no son necesarias demasiadas normas para convivir; se obstinan, sin conseguirlo, en extraernos del entorno propio y convencernos de que pertenecemos a un espacio común, a un mundo global, abierto y cínicamente igualitario, e impregnan de consumo y moda cualquier actividad humana.

Con estos ingredientes, la política pasó en pocos años de ser fundamental en nuestras vidas a ser algo volátil, que nos afecta de refilón, quizá porque le falta un hilo conductor. Gira en torno al corto plazo sin estrategia aparente, bajo el imperio del pragmatismo y las estadísticas, y se mueve con una prisa que impide digerirla o degustarla; véase la reciente ley de dependencia, desdibujada entre un cascada de acontecimientos mucho menos importantes.

Pero no sólo ha cambiado la política en sí, sino también sus formas. El martillo neumático golpea con mayor fuerza que nunca la acción de gobierno, incluso en temas como el terrorismo, donde el desencuentro total es un hecho de suma gravedad. Cualquier oposición necesita musculatura para ejercitar su cometido, pero también cabeza, y debe ser consciente de que se convierte en alternativa cuando propone lo que el gobierno omite y despliega un movimiento envolvente en asuntos de gran calado. A la oposición, si aspira a llegar a algo, se le tiene que ver cara de gobierno y no ceño de reñidor contumaz.

El propio parlamentarismo ha perdido fuerza. El apunte certero que desde la tribuna de oradores iluminaba la argumentación ha dado paso al guión escrito y el chascarrillo, la agudeza o la frase enfática: histórico momento, usted sabe bien que está mintiendo, lo reto a... Las bancadas se increpan pero no se escuchan, como si no hubiera lugar para el encuentro, para convencer y ser convencido. La pérdida también se delata en el exceso de dramaturgia. La imagen vale más que la palabra y se está antes pendiente de ser visto que de ser escuchado, por eso se habla en demasía hacia el interior del partido, con discursos destinados a cargar de razón a los votantes fieles, sin medir las consecuencias en el resto de la ciudadanía, sumida en el cansancio. Y todo ello envuelto en una tendencia general a no asumir errores o fracasos, como sucedió con el azote de los incendios y ahora con el Estatuto. No se dan cuenta Gobierno y oposición de que en la medida en que sean capaces de reconocerlos se humanizan; errare humanum est. Quizá estas patologías tengan que ver con una excesiva profesionalización de la política, delegada con demasiada frecuencia en funcionarios o políticos de carrera y, por lo tanto, carente de la diversidad que se da en la sociedad.

A pesar de todo, la política y sus instrumentos institucionales son claves en el ejercicio de la democracia, encauzan el desarrollo de derechos y deberes y sirven como colchón de nuestras fricciones e intereses. Por eso hay que exigir que sean realistas y no se pierdan en bizantinismos, y al mismo tiempo vayan por delante de los problemas e inquietudes civiles, ofreciendo alternativas y acotando en sus programas las cuestiones de país, aquellas en las que es necesario negociar sin desaliento. El político ha de ser experto en el presente, conocedor de un pasado que, por cierto, pocas veces fue mejor, y seductor del futuro. Como tal, fija plazos a sus iniciativas sin ceñirlas a los períodos electorales, de manera que se vislumbre un discurso inequívoco tanto sobre lo que somos como sobre lo que queremos y tenemos que ser.

La política tiene que interesar sin espectáculo, hacernos permanecer atentos en el sillón en vez de hacer zapping, invitarnos al compromiso en lugar de empujarnos a la indiferencia y, sobre todo, que se desprenda de su ejercicio una ética ejemplar.

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