Apagón químico
Una de las mayores preocupaciones de nuestra sociedad es el tan debatido cambio climático y, como consecuencia, el calentamiento general que está experimentando nuestro planeta. Este problema, anunciado desde tiempo atrás por los científicos, cobra especial visibilidad de la mano de Al Gore, un político cuya credibilidad ha crecido al dejar de ejercer como tal. Esta Verdad incómoda (título del libro llamado a ser un best seller de inminente aparición en nuestras librerías) afecta ya a nuestro planeta y no es independiente de aspectos no menos acuciantes y preocupantes como el desarrollo sostenible, la energía y la escasez de agua. Éstas no son cuestiones que admitan soluciones locales: quiérase o no, el daño es global y afecta a esta y futuras generaciones. Parece improbable, además de injusto, que podamos convencer a 1.200 millones de chinos, incluso a los más modestos 23 millones de norcoreanos, de que no contribuyan al calentamiento global quemando combustibles, fósiles o de biomasa; pero también que los europeos o americanos reduzcan su desmesurado consumo de energía por habitante. Así pues, se requieren soluciones básicas y globalizables, además de compatibles, con el ilimitado afán de bienestar y consumo del ciudadano, que no va a cambiar.
La ciencia no es ajena a los problemas a los que se enfrenta nuestra civilización. Es un agente activo en la búsqueda de soluciones prácticas que ayuden a paliar y finalmente resolver situaciones apuradas. La química históricamente ha resuelto en buena medida los problemas de las hambrunas, las pestilencias, el dolor, la fiebre, las infecciones (abonos, plaguicidas, analgésicos, antipiréticos, antisépticos, antimicrobianos y antibióticos), y ha proporcionado casi todos los materiales que soportan la civilización que disfrutamos, desde los aceros especiales al aluminio, el silicio, las cerámicas o los polímeros (transistores, ordenadores, móviles, paneles solares, prótesis, escudos térmicos de aeronaves, plásticos, tejidos...). La química y la física de la mano nos han permitido llegar a ser lo que somos y, con ellas en nuestras imprudentes manos, hemos originado el problema que vivimos, un problema que no tendríamos si, como alternativa, la humanidad consistiera en unos pocos miles de seres cubiertos de pelo que no hubieran domeñado el fuego y siguieran viviendo en cuevas, acosados por el hambre, las plagas y las enfermedades, teniendo una esperanza de vida de 18 o 20 años y una probabilidad de supervivencia al nacer del 10%.
Frente a lo que está cayendo sobre el ciudadano, con este bombardeo incesante de noticias y datos sobre el calentamiento global que anuncian un futuro "negro" en todos los sentidos, es preciso que los científicos sean capaces de transmitir -una vez que la ciudadanía y también la clase política han reconocido la gravedad del asunto- no sólo una llamada a la prudencia y al consumo responsable, sino un mensaje de esperanza.
Hay, debe haber, solución para este problema tan complejo. Sospechamos que no habrá terapia genética, software, biotecnología, polinomio, o tecnología de la información que nos permita sobrevivir en un planeta sobrecalentado y escaso en agua potable. Sabemos que el exceso de anhídrido carbónico o dióxido de carbono (CO2), producido principalmente en la combustión para producir energía, es un actor protagonista en el calentamiento del planeta, aunque es sólo la ceniza de la energía. Sabemos que hay que limitarlo, controlarlo y que hemos de desarrollar nuevos modos de producir, almacenar y conducir a sus puntos de consumo la energía, lo que nos lleva a moléculas pequeñas, como el CO2, como el hidrógeno, a procesos elementales. Así, la búsqueda de una solución nos devuelve necesariamente, otra vez, a la investigación química fundamental, madre y nodriza del desarrollo y de la innovación. Si de estos dos últimos depende la economía del hoy, de la primera depende la vida de mañana. Es evidente, por tanto, que las autoridades encargadas de la ciencia de un país deben cuidar ambas caras de la misma moneda, de la investigación científica; pero también, que no es fácil adivinar, acotar y limitar qué búsqueda fundamental (lejos del manierismo inútil frecuentemente disfrazado como básico) tendrá éxito.
En ello coincidimos con George M. Whitesides, célebre y respetado químico norteamericano, que ha advertido hace tan sólo pocos días en la revista Science (9 de febrero de 2007) sobre la necesidad de mantener la investigación básica como condición necesaria para resolver los problemas prácticos que asaetean a nuestra sociedad. Los responsables de nuestra política científica deben tomar nota de esa advertencia. La química española ocupa hoy la octava posición mundial. Si la estrangulamos por su base, no tardará en apagarse su llama. Debemos mantener nuestras fortalezas recordando que hemos llegado a este punto con el esfuerzo de muchos y el apoyo decidido de los gobiernos de la democracia. Los planes que se configuren para la química española de los próximos años deben saber que el desarrollo de una investigación aplicada, que redunde en beneficios sociales inmediatos, no puede sacrificar una investigación fundamental decidida, innovadora, que en consecuencia acepte la posibilidad del fracaso como resultado. Si evitamos el apagón químico, el resto vendrá por añadidura. Como dice el viejo axioma químico: ensayemos y veamos...
Nazario Martín es presidente de la Real Sociedad Española de Química; Pablo Espinet es secretario general de la COSCE. Suscriben este artículo otros seis químicos más.
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