Estudio interior
La joven malagueña Rocío Molina ha pasado por el festival dejando una serie de consideraciones que van más allá del baile. La primera es que, en el plazo de apenas unos días, ha sido capaz de reaccionar ante un imprevisto que le ha obligado a ofrecer un espectáculo que no era el inicialmente anunciado; y eso hay que destacarlo. La segunda consideración se referiría a la forma en la que lo ha hecho, encerrándose entre las tres paredes del escenario durante más de 70 minutos para bailar (también intentar actuar) ella solita con el solo acompañamiento de un cuadro -eso sí- más que solvente. Lo de cerrar la plaza con cuatro astados -digo bailes- distintos y hacerle cuatro faenas radicalmente diferenciadas a cada uno de ellos es un valor de mucho peso. Otra cosa sería el resultado escénico de la propuesta -oscura, densa y muy de estudio interior-, pero su baile per se es ahora más digno de tener en cuenta, si es que no lo era ya, tras esta experiencia.
Almario
Coreografía y baile: Rocío Molina. Cante: José Valencia, Antonio Campos. Guitarras: Francisco Cruz, Juan Requena. Percusión: Antonio Coronel, Sergio Martínez. Palmas: Guadalupe Torres, Popi Teatro Villamarta, 27 de febrero de 2007.
De anteriores espectáculos sabíamos que Rocío es una preciosista en la construcción de la figura y que es metal dúctil para que sobre ella se malee cualquier guión o coreografía. Ella muestra una marcada querencia por una cierta ralentización del baile, lo que le permite la configuración de plásticas estampas con su cintura y sus brazos. En la misma línea le encanta convertirse en marioneta o muñeco de cuerda cuando la ocasión lo requiere. De todo ello pudo haber un poco en esta actuación pero, además, asistimos a una Rocío literalmente desmelenada y con carácter desde ese inicial baile por taranto. Ésa fue una sola de las múltiples figuras que encadenó durante su actuación. Además del traje de calle, también se puso la bata de cola, los pantalones o, sencillamente, se quedó en el deshabillé de unas mallas; bailó con botas, zapatos o descalza para acercarse a cada uno de los estilos que interpretó. Y junto a esos bailes, las transiciones, en forma de cambios de vestido en la misma escena, que para nada desconcentraron a la bailaora en su tránsito de uno a otro estilo o expresión.
La solvencia y temprana madurez (con poco más de 20 años) de la artista a la hora de afrontar los estilos no fue suficiente para que el espectáculo despegara más allá de las líneas propias de un recital cuidado o un teatro-estudio, pero su baile sí que logra dejar destellos de brillantez y una personalidad prontamente adquirida. En la seguiriya se adentró en un clasicismo de formas suaves, con el garrotín dibujó trazos de esa expresión maquinal ya señalada y con las bamberas nos regaló una fantasía de mantón antes de entregarse con energía a las bulerías. Todavía le dio tiempo de abrir la caja de la creatividad para bailar sobre palabras-mentiras e irse desvistiendo nuevamente para, una vez lograda la desnudez del silencio, cerrar el círculo e irse tal como llegó y, aparentemente, tan fresca.
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