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EN SEGUNDO PLANO | Juicio por el mayor atentado en España

Los procesados comerán caliente

Antonio Jiménez Barca

Terminó la sesión de la mañana, a las dos de la tarde, y el presidente del tribunal, Javier Gómez Bermúdez, hizo un anuncio: "A partir de mañana [por hoy] habrá un catering para los procesados, para que coman caliente".

Los procesados que asisten al juicio desde la pecera blindada se levantan a las siete o siete y media en su prisión correspondiente. Proceden de Alcalá Meco, Navalcarnero, Soto del Real y Aranjuez. Desayunan y, en furgones de la Guardia Civil, son trasladados al edificio de la Audiencia Nacional en la Casa de Campo.

Desde el jueves, cada prisión se encargaba de entregar a sus reclusos una bolsa con bocadillos. El edificio donde se celebra el macrojuicio carece de cafetería y llevar a los presos a un restaurante cercano es imposible por motivos de seguridad. De ahí que la Dirección General de Instituciones Penitenciarias haya recurrido a una empresa de servicio de comidas a fin de que los procesados coman caliente.

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Al llegar al edificio de la Audiencia, a eso de las nueve de la mañana, los procesados son conducidos a los calabozos de la planta baja. En tres celdillas anexas con dos asientos divididos por una pared de cristal con agujeros a la altura de la cabeza, los abogados defensores aprovechan esa hora para dialogar con sus defendidos. Por lo general, estas celdillas son utilizadas por los procesados que van a declarar esa mañana.

A las diez de la mañana comienza la sesión. El presidente del tribunal ordena trasladar a los procesados, que desde los calabozos suben una planta para acomodarse en los bancos de madera con que cuenta la pecera blindada.

No tienen sitio asignado. Y sin embargo, casi todos se colocan siempre en el mismo lugar, día tras día: Rabei Osman, El Egipcio, acusado de ser uno de los cerebros de la masacre, prefiere la fila del medio y el centro mismo del habitáculo. Sigue las sesiones con las manos en las rodillas y la cabeza inclinada, sin hablar con nadie.

Jamal Zougam, acusado de poner él mismo las bombas en uno de los trenes, elige la misma esquina, la que está más cerca del público, por lo general víctimas o familiares de víctimas. Zougam lo observa todo con expresión ausente, casi aburrida. Ayer, hasta escondía la cabeza entre los brazos para adoptar una posición más cómoda.

Una cámara de seguridad les enfoca constantemente. Además, de vez en cuando se aprecia una cabeza vigilante asomando por el ojo de buey de la puerta blindada. Por lo general, no dialogan entre ellos. Los que ya han declarado se muestran más relajados. No volverán a hablar hasta el término del juicio, como mínimo en mayo. Hasta entonces nada interrumpirá el horario.

A las dos de la tarde se interrumpe la sesión. Los presos vuelven a bajar al calabozo. Comen ahí. Alguno habla con su abogado en la celdilla correspondiente. Vuelven a subir a las cuatro. Se sientan en los mismos sitios. Así hasta las ocho.

A esa hora, en el exterior, la policía se mueve: comienzan a intercambiar mensajes en los radiotrasmisores avisando de que el juicio está a punto de acabar. Los guardias civiles encargados del traslado de los presos pasan conduciendo los furgones. Un agente corre en dirección a los calabozos enarbolando una porra en la que están ensartadas las esposas.

A las nueve y media, los presuntos culpables del 11-M cenan en su cárcel.

Uno de los agentes encargados del traslado de los procesados.
Uno de los agentes encargados del traslado de los procesados.CRISTÓBAL MANUEL

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Sobre la firma

Antonio Jiménez Barca
Es reportero de EL PAÍS y escritor. Fue corresponsal en París, Lisboa y São Paulo. También subdirector de Fin de semana. Ha escrito dos novelas, 'Deudas pendientes' (Premio Novela Negra de Gijón), y 'La botella del náufrago', y un libro de no ficción ('Así fue la dictadura'), firmado junto a su compañero y amigo Pablo Ordaz.

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