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Urbanismo de mala reputación

Que el segundo (¿o fue el primero?) oficio más viejo del mundo no goza de su mejor momento está fuera de toda duda. Cotidianamente los medios publican nuevos escándalos derivados de prácticas administrativas impropias, cuando no teñidas de corrupción, siendo esta última la que más alarma social produce. Pero, ¿qué circunstancias se tienen que concitar para que aparezcan estas prácticas, si bien no generalizadas, de corrupción urbanística?

Los escenarios proclives a la corrupción exigen la presencia fundamental de tres factores: desde la oferta, un producto generador de enormes plusvalías; desde la demanda, un universo muy amplio de solicitantes perentoriamente necesitados del mismo y, en tercer lugar, un mercado lo más restringido y, a poder ser, lo más monopolístico y opaco posible.

Pues bien, los tres factores preexisten en el sistema urbanístico español. Con respecto al valor del suelo, señalar que hoy, legalmente se determina por el máximo valor especulativo posible. Que la mera disposición en un plan que destine un huerto de patatas al futuro desarrollo urbano, comporta que su valor legal equivalga al beneficio del negocio inmobiliario futuro, pero desde el mismo momento de la reclasificación y sin que el afortunado propietario de suelo haya invertido nada ni acometido actividad empresarial alguna. Y si se le añade la concepción legal de que todo el suelo patrio es urbanizable salvo el especialmente protegido, termina por extenderse la hipervaloración especulativa a la totalidad del territorio.

Desde el factor de la demanda, el escenario social y urbanístico español se muestra claramente explícito. El acceso a una vivienda digna no sólo es un derecho constitucional, sino también es una necesidad perentoria para todos los ciudadanos. El dato que demuestra la enorme fortaleza de esta demanda se visualiza con la construcción en los últimos cinco años de una media de 600.000 viviendas al año (más que en Alemania, Francia e Inglaterra juntas) y, sin embargo, los precios han subido un 150% en ese periodo.

Por último, un mercado restringido y de características monopolíticas resulta ser consustancial al mercado de suelo y aún más reforzado en España por la legislación vigente. Como es conocido, el suelo urbano, por su localización fija e inamovible, presenta gran rigidez e inelasticidad ante la demanda. Un solar en una buena localización siempre alcanzará un precio contumazmente insensible a las fluctuaciones del mercado. Pero si se le añade una nueva singularidad española, la delegación con carácter monopolístico de la producción urbana en el, de nuevo, afortunado propietario de suelo reclasificado y si, por otro lado, no se refuerzan los procesos de transparencia y control democráticos en los procedimientos administrativos, se termina por conformar un mercado dotado de muy escasos operadores, con valores hiperinflacionados e inmersos, en ocasiones, en procedimientos poco participados, que acaban por posibilitar las espurias prácticas denunciadas.

Obviamente, la necesidad de reformular nuestro marco legal para impedir, o al menos contrarrestar al máximo el actual escenario urbanístico, se hace absolutamente perentoria.

En primer lugar, suprímase, de una vez por todas, la "reclasificación especulativa del suelo". Que la mera decisión administrativa que convierta en urbanizable un patatal no comporte una artificiosa hipervaloración legal de la tierra. Que el suelo se valore legalmente "por lo que es" y no "por lo que pueda ser", acomodándose al mandato constitucional a impedir la especulación y si se apuesta por un desarrollo sostenible del territorio, se mejoraría, aún más, ese escenario.

En segundo lugar, ábrase a la competencia la producción de ciudad por la iniciativa privada, terminándose con viejos monopolios de raíz preliberal. Que para los casos en que se delega la producción de la ciudad en los privados, ésta se lleve a cabo en régimen de libre empresa, en concurrencia bajo estricto y escrupuloso control público en aras de evitar malas prácticas aplicativas, tanto para el interés general como para los privados legítimamente obtenidos.

En tercer lugar, procédase a segmentar la oferta de una parte del mercado, disponiéndose garantías jurídicas que propicien la presencia de suelo a precio acorde a las rentas familiares medias con destino a vivienda protegida. Sólo una disposición legal que comporte la reserva de una parte del suelo para vivienda social, tal como la experiencia nos demuestra, podrá satisfacer el derecho constitucional a la vivienda establecido en el artículo 47 de la Carta Magna.

Medidas legales de estas características se recogen en el Proyecto de Ley de Suelo estatal y en algunas legislaciones autonómicas progresistas. Confiemos en que, finalmente, la voluntad política no flaquee y sea capaz de desarrollarlas y mejorarlas en lo posible, poniéndolas en servicio cuanto antes, para que el urbanismo español pueda recuperar, algún día, la reputación que nunca debió perder.

Gerardo Roger Fernández, arquitecto, es profesor y miembro del Instituto Pascual Madoz de la Universidad Carlos III.

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