Rancio
"AHORA BIEN", escribe, refiriéndose al consenso tradicional sobre lo que significaba el arte, el francés Jacques Thuillier, en su Teoría general de la historia del arte (Fondo de Cultura Económica), publicada originalmente en 2003 y ahora traducida a nuestra lengua, "al principio del siglo XX dicho consenso se fracturó, volando en pedazos en los siguientes treinta años. Hoy en día se puede decir que la palabra arte se aplica a cualquier cosa". Si no fuera porque Thuillier es uno de los más reputados historiadores de arte franceses, discípulo de Henri Focillon y de André Chastel, especialista indiscutido él mismo en Poussin, y, en la actualidad, tras una dilatada y brillante carrera académica, catedrático honorario del Colegio de Francia, el tajante y, luego, nada matizado diagnóstico que hace sobre la catástrofe general del arte contemporáneo, no podría tomarse más en serio que las descalificaciones apocalípticas que periódicamente hace el hombre ante la perplejidad que le produce constatar que su época ha pasado, sin percibir que el destino del ser humano es pasar, como el del mundo es, a pesar de los pesares, continuar como si nada. Bien; es una pena que Thuillier, tan merecidamente laureado, no se haya percatado de algo que espontáneamente segrega el oficio de historiador: que el hipotético fin del mundo no es más que el fin de nuestro mundo particular.
En todo caso, y al margen de que en su ensayo se prodiguen las boutades antimodernas, casi nunca debidamente justificadas, no se puede descalificar en absoluto su Teoría general de la historia del arte, aunque ésta se resienta precisamente por no incluir al arte contemporáneo, cuyo, a su juicio, devastador curso no se inició, como proclama, a comienzos del XX, sino, por lo menos, siglo y medio antes, con lo que su teoría deja de ser "general" y se convierte sólo en una historia del arte durante su etapa clásica. No obstante, las informaciones, las reflexiones y las precisiones, que prodiga Thuillier a lo largo de su libro, excepción hecha de lo que constituye su bête noire, son clarificadoras y utilísimas, y, por si fuera poco, están expuestas con una encomiable excelente prosa, con lo que su lectura es altamente recomendable. Más, y aunque pueda parecer paradójico, yo creo que, quienes más ávidamente deberían acometer su lectura, son los fanáticos defensores del arte contemporáneo, pero no sólo por la siempre recomendable tarea crítica de la autopunición, sino porque no hay perspectiva sin contraste.
Por lo demás, es obvio que lo que afirma Thuillier sobre el arte de nuestra época, al que apenas dedica atención salvo para execrarlo, huele a rancio, pero como la plétora de los férvidos partidarios que posee hoy éste, en su versión más miope y rastrera de la pura actualidad, practicando la cháchara más vacua, están, como dice la expresión popular, "más verdes que un pimiento". ¿No merecería el arte de ayer y de hoy algo mejor que estar atrapado en este diálogo de beocios, el uno rancio y el otro verde, el uno pasado y el otro nonato, "todo apretar, nada cogiendo", como melancólicamente se explayó en un verso el gran poeta Francisco de Aldana?
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