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Columna
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Acuerdo histórico en Pekín

Cuando la RAF derrotó a la Luftwaffe en la Batalla de Inglaterra asegurándole al Reino Unido el control total de su espacio aéreo, Winston Churchill calificó la victoria de "fin del principio". Quedaba mucha guerra por delante y el veterano líder no quiso ir más allá. Mutatis mutandis, el acuerdo alcanzado en Pekín el pasado martes en las negociaciones a seis bandas sobre el programa nuclear de Corea del Norte puede suponer el "principio del fin" de la tensión en el noreste de Asia, una de las regiones potencialmente más explosivas del mundo, conducir a una desnuclearización de la península coreana y terminar con la amenaza de una carrera armamentística en la zona. No es exagerado, por tanto, calificar de "histórico" el acuerdo alcanzado por Estados Unidos, China, Japón, Rusia y las dos Coreas hace tres días, en virtud del cual Corea del Norte se compromete a desmantelar sus instalaciones nucleares a cambio de ayuda económica y energética, el reconocimiento diplomático por parte de Estados Unidos y Japón y la firma de un tratado de paz permanente con Seúl y Washington, que sustituya al armisticio que puso fin a la Guerra de Corea en 1953.

El acuerdo supone un cambio radical en la política de Washington hacia Corea del Norte, país integrante, junto a Irak e Irán, del "eje del mal" aludido por Bush en su discurso sobre el estado de la Unión hace cinco años. La política del palo ha sido combinada con la de la zanahoria. Y el resultado no ha podido ser más satisfactorio, por el momento. Por el momento, porque el acuerdo es un campo erizado de minas. En primer lugar, por el carácter impredecible del dictador norcoreano, el "querido líder" Kim Jong-il, consumado timador de la comunidad internacional y que ya se cargó un acuerdo similar firmado en 1994 con la Administración Clinton. Las sanciones decretadas el pasado año por el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas y, sobre todo, las serias advertencias de su único aliado, China, tras la prueba nuclear norcoreana de octubre, parece que han hecho mella en el ánimo de Kim y le han llevado a aceptar las condiciones impuestas por los cinco. No es cómoda la postura de paria internacional, sobre todo con carencia de energía y alimentos. Además, aunque Corea del Norte se compromete a cerrar el reactor de Yongbyon y a readmitir a los inspectores del Organismo Internacional para la Energía Atómica en un plazo de 60 días, el proceso para el total desmantelamiento de su industria nuclear bélica no tiene fecha límite, con lo que se corre el peligro de que Kim Jong-il reniegue de sus compromisos, como ya ha hecho en ocasiones anteriores. EE UU espera, con razón, que será mucho más difícil para Pyongyang romper un acuerdo a seis bandas que uno bilateral.

Pero no sólo se temen dificultades del lado norcoreano. De momento, Japón ya se ha apresurado a decir que no participará en la ayuda económica hasta que no le hayan devuelto todos sus ciudadanos raptados por los servicios secretos de Corea del Norte en los años setenta ¡para enseñar japonés a los espías norcoreanos! En cuanto a EE UU, los neocons ya han puesto el grito en el cielo. Uno de sus portavoces más cualificados, el ex embajador en la ONU John Bolton, ha calificado el acuerdo de "charada (...) que dará a la gente una falsa ilusión de seguridad". Esta reacción del ala dura del partido republicano demuestra cuánto han cambiado las cosas en Washington desde la pérdida de la mayoría republicana en el Congreso y desde la salida del Gobierno de los neocons más conspicuos, incluido el anterior secretario de Defensa, Donald Rumsfeld. Pero, atención a los demócratas. Bush precisará de fondos especiales para hacer frente a la ayuda prometida a Corea del Norte y para ello necesita el apoyo de un Congreso en manos de la oposición. Quizá los demócratas se sientan tentados a cobrar con Corea la factura hasta ahora impagada de Irak.

La siguiente pregunta flota en el ambiente internacional. ¿Se podría aplicar una fórmula parecida con Irán? No lo descarten, porque la situación económica de la antigua Persia se deteriora día a día, entre otras cosas, por falta de inversiones extranjeras para renovar su industria energética. A pesar de contar con las segundas reservas de crudo del mundo, Irán tiene que importar, por falta de capacidad de refino, el 40% de su consumo de gasolina.

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