_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Conmoción

Hay catástrofes anunciadas y además presentidas. No me estoy refiriendo al cambio climático que, como todos sabemos, es una filfa que una serie de estudiosos americanos, por lo menos, demostrará después de haber recibido los correspondientes fondos para hacerlo. No, me estoy refiriendo a catástrofes mucho más pequeñas, pero que, como nos resultan muy cercanas, tanto que nos tienen como protagonistas, si no como víctimas, nos dejan temblando. Exacto, se trata del ordenador.

Pongamos que de un tiempo a cierta parte uno, sin saber por qué, tiene como barruntos de que su fiel ordenador estaría a punto de fallar. Pero, ¿qué podría hacer?; ¿apuntarle a terapia familiar?, ¿llevarle a los médicos de ordenador para que le miren la tensión y el colesterol? Pongamos que incluso uno, que es un usuario competente, esté dispuesto a suministrarle pastillas contra los virus y el dolor de cabeza electrónica o cerebro, pero, ¿y si lo que tiene son cálculos renales? Lo cierto es que no hay medicina preventiva en el campo de la informática; sólo hay, en el mejor de los casos, doctores tipo House, digo por lo de la pericia diagnóstica, no por su amabilidad, y, en último extremo, deslumbrantes forenses y criminalistas del CSI. Pero para entonces todo el daño está hecho y uno se queda sin ordenador. Tal vez lo salven con un buen tratamiento o con un transplante de hígado, tal vez incluso se dé la buena suerte de que no se le estropea la memoria en uno de esos famosos ataques de demencia del disco duro, pero ¿qué ocurre con el pobre usuario en el preciso instante en que intenta conectar con su fiel compañero como de costumbre y ve cómo echa chispas y le abandona con un rictus de tristeza, quizá de burla, en los archivos? No ocurre nada. Nada bueno, se entiende, porque después de darse a los mil diablos y de realizar, dicho sea metafóricamente, el mismo gesto de abrir el capó que hacen los conductores a quienes les abandona su desodorante, digo, su fiel coche, se ve compelido a tragarse sus desconocimientos y a postergar, hasta que le den el alta a su CPU, todo cuanto tenga pendiente.

Digo que uno se pone a echar de menos a su fiel acompañante mientras reza a los dioses del ciberspacio para que no se pierda la información que, por no considerarla imprescindible, omitió copiar en un disquete. Se abre un tiempo de zozobra que uno torea como puede y con muchas dosis de resignación aprendida en ocasiones similares. Se jura que matará cuatro, qué digo, cinco vacas cuando regrese el hijo pródigo, y promete con la misma solemnidad con que prometió, ¡tantas veces!, que iba a dejar de fumar, digo que pone a Youtube por testigo, que hará copias de seguridad hasta de los acuses de recibo del correo electrónico. Y como, entre tanto, ya no le queda otra que pasar el tiempo mirándose el ombligo, descubre que igual no lo tiene tan vasco como creía ya que los ombligos vascos se perciben a sí mismos, como hablando euskera, danzando aurreskus y porrusaldas (¡iba a tener razón el bribón de Voltaire cuando nos definió como "ese pueblo que baila a un lado y otro de los Pirineos"!), jugando a la pelota, practicando deportes rurales y costumbres puramente vascas (¿cuáles?) y comiendo, pero a cierta distancia de los guarismos que los encuestados expresaron para todo lo anterior, gastronomía puramente vasca, se supone, o sea, esos cuatro platos típicos y volver a empezar. Pero entonces su ombligo no totalmente o genuinamente vasco le susurra que no tiene por qué emprenderla con Eusko Ikaskuntza por haber realizado la encuesta en cuestión y tampoco con esos vascos que tienen una imagen tan pobre de sí mismos que no introducen, o lo hacen residualmente, ni el cine ni la literatura ni el teatro ni las artes plásticas ni arquitectónicas en la imagen. Y, cuando está a punto de callarle la boca a su ombligo por impertinente, el muy pitagorín le aconseja que se alquile un ordenador en la tienda de la esquina y se quite las malas pulgas escribiendo chorradas. ¡Cómo para no obedecerle!

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_